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La campana del terror

La noche era un lienzo denso y húmedo, colgado entre los rascacielos fríos que vigilaban el festival. Para la mayoría, era una fiesta de disfraces y luces de neón; para El Diablo Bufón, era su coto de caza. Su nombre real, si es que alguna vez tuvo uno más allá de las leyendas urbanas, se había perdido en el eco de las risas forzadas. Su traje era una maraña de terciopelo burdeos y cascabeles mugrientos, pero no era la tela lo que asustaba. Era la máscara, viva y palpitante: una frente con cuernos incipientes, una mata de pelo rizado como lana ensangrentada, y una boca abierta en un rugido que prometía no solo susto, sino dolor. Esta noche, se había fijado en Lira. Lira era una isla de sobriedad en un mar de colores chillones. Vestía una chaqueta negra inmaculada, y su cabello oscuro caía lacio, enmarcando un rostro que rara vez sonreía. Había venido al festival no por diversión, sino para cazar una historia, para capturar la esencia de la "alegría oscura" que impregnaba la ciudad cada otoño. El Diablo Bufón se acercó, moviéndose con una antinatural lentitud a pesar de su tamaño descomunal. La multitud se abrió para él, no por respeto, sino por un instinto primario de supervivencia. Lira, sin embargo, se quedó inmóvil. Al ver su rostro, El Bufón se detuvo. Había algo en la quietud absoluta de esa mujer que desafiaba su grotesca energía. Se inclinó. La diferencia de altura era abrumadora, su rostro monstruoso eclipsando el rostro de Lira bajo la luz escasa. Los ojos inyectados en sangre del Bufón se fijaron en los de ella. "¿Por qué no gritas, niña?" La voz era un graznido raspado, como dos láminas de metal oxidado. Los cascabeles de su traje tintinearon, un sonido chirriante en la cercanía. Una de ellas, la verde, casi rozaba la mejilla de Lira. Lira levantó la barbilla, forzándose a mirar el pozo negro de su boca. No había miedo en sus ojos, solo una curiosidad fría y profesional. Era la mirada de un científico analizando una muestra de un espécimen exótico. "¿Y por qué debería?", respondió Lira, su voz baja y uniforme. "Esto es un festival del terror. Tú eres el espectáculo. El espectáculo está siendo... predecible." El Bufón dejó escapar una bocanada de aliento hediondo. Nadie le respondía así. La gente se encogía, se reía nerviosamente o huía. "¿Predecible?", rugió, y el eco hizo vibrar el suelo. Las personas más cercanas se taparon los oídos. "Te haré una promesa, pequeña mosca. Te haré un susto que te acompañará a la cama. Te haré gritar un nombre que no sabías que tenías." Lira, sin inmutarse, alzó lentamente la mano para ajustar el cuello de su chaqueta. "Mi nombre es Lira. Y ya conozco mi miedo." El Bufón se sintió ofendido en su arte. Era el maestro del pánico. Con un movimiento brusco, los cascabeles volvieron a sonar con violencia. "¡Mírame! ¡Soy el Payaso del Pánico! ¡Soy la peor pesadilla que puede tener la humanidad! ¡Soy el miedo a la locura, al exceso, a la caída...!" Lira interrumpió la perorata. "¿Eres el miedo a la locura? Yo veo un hombre con una máscara de goma, gritando en un parque de atracciones. Veo la debilidad del terror." En ese momento, la atmósfera cambió. El aire se cargó. No era el rugido del Bufón lo que causaba el silencio, sino algo más profundo. Las luces de la noria gigante, que daban el telón de fondo a la escena, se apagaron de golpe. "No es goma," susurró El Diablo Bufón. Su rostro, por un instante, pareció contraerse, como si la máscara se hubiera fusionado con la carne. Sus ojos brillaron con una luz roja enferma. "Te mostraré la debilidad. La debilidad es lo que está dentro de ti, Lira. El recuerdo que reprimes. El secreto que te hace dormir con la luz encendida. Tu verdadero miedo no soy yo, sino lo que hay debajo de mi sonrisa." El Bufón se quedó en silencio, esperando. No la había tocado, pero sentía que había penetrado su mente, buscando el punto de anclaje. Pero Lira solo parpadeó. Una pequeña, casi imperceptible sonrisa curvó la comisura de sus labios. Era una sonrisa de triunfo melancólico. "Es verdad," admitió Lira. "Mi verdadero miedo no eres tú." Ella se acercó un paso, reduciendo el espacio entre ellos, un acto de valentía o de locura. El Bufón se quedó congelado por la audacia. "Mi verdadero miedo," continuó Lira, con los ojos fijos en los suyos, "es que el terror no existe en absoluto. Que todos los horrores son solo disfraces y trucos, sin sustancia, sin el poder de herirme de verdad. El verdadero vacío, Bufón, es la indiferencia." El Diablo Bufón retrocedió. Sus cascabeles, por primera vez, no emitieron sonido alguno. Había encontrado la mente que no podía penetrar, el alma que no podía sacudir. "Te prometo que todo esto va a cambiar Lira. Empieza a quitarte la ropa o prefieres que te la quite yo." Lira empezó a sentir el terror por primera vez. El Diablo Bufón había tocado su punto débil: su inocencia. Lara quería gritar en medio de la multitud, pero de repente la gente apareció como petrificada. Parecía que el tiempo se había detenido y sólo estaban ella y el abominable Diablo Bufón. El corazón de Lira latía tan fuerte que parecía querer romperle las costillas. El aire olía a azúcar quemado y a metal caliente; el parque de diversiones, antes un estallido de luces y risas, se había convertido en una fotografía rota. Las figuras de los niños con algodón de azúcar a medio camino de la boca, los payasos congelados en sus malabares, la noria detenida en lo más alto… todo era una estatua de cera bajo un sol que ya no calentaba. Diablo Bufón flotaba a tres pasos de ella, con la cabeza ladeada como un títere al que le han cortado los hilos. Su sonrisa era demasiado ancha, pintada con rouge que goteaba como sangre fresca. Las cascabeles de su traje no tintineaban; el tiempo los había silenciado. Solo sus ojos se movían, dos carbones encendidos que la seguían sin parpadear. —Quítate la ropita pequeña—susurró, y la voz llegó dentro de la cabeza de Lira, no por los oídos—. ¿Te gusta mi truco?. Sacó su lengua y empezó a moverla rápidamente arriba y abajo. Lira retrocedió. Sus zapatillas rozaron el suelo de madera astillada de la caseta de los espejos; el crujido fue el único sonido en kilómetros. Intentó gritar, pero la garganta le ardía como si hubiera tragado vidrio. El terror no era solo miedo; era la certeza de que, si se movía un milímetro más, el mundo se rompería para siempre. La lengua de ese monstruo empezó a alargarse como chicle y enrollarse en el cuello de Lira. Ella no podía respirar y movió la cabeza para intentar comunicarse con el. —¿Quieres decirme algo pequeña? —continuó él, aflojando su lengua por un momento—. "Has ganado esta partida. Me desnudaré". Lira se fue quitando la ropa mientras caían lágrimas de sus ojos". El monstruo la contempló con mirada lasciva y ella tembló. De pronto recordó la advertencia de su abuela: "Nunca mires a los ojos de un bufón después de la medianoche". Había reído entonces. Ahora, el reloj de la torre marcaba las 00:00 eternas. De pronto, algo se agitó en su bolsillo. El boleto de entrada, el que había ganado en la rifa, vibró como un corazón diminuto. Lo sacó con dedos temblorosos. En la tinta dorada, las palabras «UNA SALIDA» parpadeaban débilmente. Diablo Bufón frunció el ceño; por primera vez, su máscara se resquebrajó. —No —dijo, y su voz ya no era juguetona—. Eso no es parte del espectáculo. Lira arrancó el boleto por la mitad. El papel ardió entre sus dedos con una llama azul que no quemaba. El fuego se extendió, lamiendo el aire congelado, y donde pasaba, el tiempo retrocedía un latido: un niño dejó caer su helado, una mujer parpadeó, la noria dio un cuarto de giro chirriante. Diablo Bufón rugió. Su cuerpo se hinchó, y los cascabeles estallaron en una llamarada azul que lo envolvió, reduciéndolo a un remolino de confeti negro que giró y giró hasta desaparecer en el cielo sin estrellas. El tiempo volvió a correr. Primero fue un susurro: el algodón de azúcar cayendo, el grito de la madre que recuperaba a su hijo. Luego un torrente: risas, música de organillo, el olor a palomitas recalentadas. La noria giró de nuevo, más rápido, como si quisiera recuperar los minutos perdidos. Lira cayó de rodillas y recogió su ropa. Alguien la abrazó; era la taquillera, con lágrimas en los ojos. —¿Estás bien, pequeña? —preguntó—. Te vi ahí parada, como si… Lira no respondió. Miró sus manos: quedaban cenizas del boleto, frías como la nieve. En el suelo, entre los restos, brillaba un cascabel diminuto. Lo recogió. Estaba tibio. Cuando levantó la vista, el parque volvía a ser un parque. Pero en el reflejo de un espejo roto, por un instante, vio a Diablo Bufón sonriendo desde el otro lado del cristal. Guiñó un ojo.

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