Martinelli en la corte de Jacobo I
- Albertozafra34
- 15 oct.
- 51 Min. de lectura
El olor a humo de carbón y especias exóticas flotaba sobre Londres, un manto denso que apenas disimulaba el hedor de las callejas abiertas. Era el año de Nuestro Señor de 1610, y el reino de Jacobo I se extendía sobre una Inglaterra en ebullición.
—La conducía a Calais y que no la verá más —sentenció Martinelli, ajustándose los puños de encaje, regalo, sin duda, de la misma dama de la que hablaba—. Aquel alboroto de su mujer ha concluido, por fortuna.
—Os envidio la paz y la compañía que os abandona en un mismo viaje —respondió Alonso de Velasco, el español, mientras el barro de St. James Park se adhería a las suelas de sus botas. Había vivido en la ciudad del Támesis más de un lustro como agente menor de la Corona española y amigo forzoso de algún que otro whig—. ¿Volveréis a alquilar vuestro aposento y en las mismas condiciones?
Martinelli se rió, un sonido seco y melodioso. Había sido siempre un hombre de excesos controlados, un cortesano hábil que sabía cómo administrar su fortuna y sus afectos.
—No, ya nunca, aunque me haya tratado el amor como dios propicio. Mi casa será ahora un retiro, no un mercado de cama. Pero no penséis que os olvidaré. Me alegraréis si venís a comer conmigo cuando os plazca.
Alonso, que ya había sufrido el protocolo estricto de la corte de Jacobo y que prefería la sencilla opulencia de la mesa de su amigo, frunció el ceño.
—¿Habrá que preveniros? No quisiera importunar a vuestro nuevo cocinero.
Martinelli sonrió con un brillo que habría hecho caer en desgracia a cualquier hombre honrado.
—No; para un amigo, Lúculo come en casa de Lúculo. Venid sin aviso, Alonso. La buena mesa no requiere de público, sólo de apetito y conversación.
Continuaron paseándose y charlando de costumbres y de literatura, del vicio del tabaco que tanto detestaba el Rey y de los sonetos del joven Shakespeare, sin un tema determinado. El español se quejaba del desmedido puritanismo que ya asomaba en el horizonte, y Martinelli de la escasa calidad del vino francés de aquel año.
De pronto, en los alrededores de Buckingham House —que no era más que una modesta casona entonces, pero ya despertaba la avaricia de los grandes—, atisbó a mi izquierda cinco o seis personas que satisfacían entre los matorrales una necesidad imperiosa y que volvían el trasero a los transeúntes. El aire se cargó de un olor nauseabundo que superó al del humo de carbón.
Esta posición me pareció de una indecencia repelente, incluso para la falta de decoro público que se estilaba en la joven Iacobean London, y manifesté a Martinelli mi repugnancia.
—¡Por el Cristo! ¿Es que no tienen vergüenza? Si han de ventilar sus vergüenzas ante Dios y los hombres, por lo menos, debían volver la cara a los transeúntes aquellos desvergonzados.
Martinelli se encogió de hombros con una frialdad típicamente inglesa, casi científica, ante el dilema moral.
—De ningún modo —exclamó—, porque entonces se los reconocería quizá y, de seguro, se los miraría, mientras que, exponiendo su parte posterior, no corren peligro de ser reconocidos, y, además, obligan a desviarse a las personas, por poco delicadas que sean. En esta ciudad, Alonso, la cara es la identidad y el pudor; el trasero, en cambio, no es más que una molestia que se sortea sin ofensa. Es una ley no escrita que honra, por su practicidad, el reinado de nuestro ilustrado Jacobo.
Y con ese comentario, que reducía la moralidad a una mera cuestión de conveniencia y anonimato, Martinelli dio media vuelta, evitando el sendero sucio, y llevó a su amigo español hacia el oeste, a la búsqueda de una taberna donde el vino, al menos, pudiera paliar el mal olor de las costumbres públicas.

—¡Lady Anne! ¡Mil demonios, Alonso!
Martinelli se detuvo bruscamente, tirando de la manga del español, que seguía absorto en la escena rural de la defecación pública.
—La cara es el pudor… sí, una lección práctica, Martinelli, pero mirad qué espectáculo…
—Silencio, necio. No miréis la indecencia, mirad la influencia.
Martinelli no miraba a los hombres agachados, sino a la calesa que pasaba, arrastrada por dos caballos de imponente estampa y conducida por un lacayo con librea de un amarillo azafrán, un color que solo la alta nobleza podía permitirse en la corte de Jacobo. En el interior, tocada con un enorme sombrero emplumado que parecía desafiar las leyes de la gravedad y la etiqueta, iba una mujer.
—Esa es Lady Anne, la esposa del conde de Salisbury —murmuró Martinelli, ajustándose nerviosamente el cuello, como si un solo pliegue arrugado fuese a arruinar su reputación—. Es un ángel para el Rey en público y un demonio para la Tesorería en privado. Está en la cúspide ahora.
Alonso de Velasco, el español, que valoraba más la honradez de un plato que la de un noble, frunció el ceño.
—Una dama de alta cuna, supongo. Y bien, ¿qué tiene que ver con los traseros que nos dan la bienvenida a las cercanías del palacio?
—Todo, Alonso, todo. Lady Anne ha de pasar a diario por esta carretera para llegar a su nueva residencia en Richmond. Se queja de que el hedor y la visión de esta... plebe aliviada la enferma. No es que le moleste la indecencia, ¡es que le estropea el perfume francés! Y lo peor es que el Rey, que no soporta el mal olor y es fácilmente sugestionable por un cuerpo bello, ha de resolver este asunto.
Martinelli se llevó la mano al mentón con aire de conspirador y continuó, bajando aún más la voz, mientras la calesa desaparecía a lo lejos, dejando tras de sí un leve rastro de sándalo y almizcle.
—Me ha llegado el rumor de que el Lord Chambelán ha sugerido una ordenanza nueva: que se erijan unos altos muros de seto en esta zona, para que las damas no tengan que presenciar las necesidades de sus súbditos, y los súbditos puedan seguir siendo anónimos.
Alonso soltó una carcajada, sacudiendo su cuerpo.
—¡Es decir, el rey Jacobo resuelve la decencia pública con una simple cuestión de arquitectura! En lugar de proveer letrinas o multar la falta de civismo, gasta el tesoro en ocultar la vergüenza. Es de un cinismo admirable.
—Es de una cortesía práctica, mi querido amigo. La solución de Martinelli lo era para el plebeyo. La solución del Rey es para Lady Anne —replicó Martinelli con un guiño—. Es el signo de la era. No se elimina el problema, se oculta a quienes tienen el poder de quejarse.
Se encaminaron ahora por una calle lateral, más limpia y con menos matorrales, dirigiéndose hacia la casa de Martinelli.
—Así que la próxima vez que coma con vos, Martinelli, lo haré sabiendo que mi generoso anfitrión come como Lúculo —dijo Alonso—. Y que mi noble reina, la Lady Anne, obliga a Jacobo a construir muros para no ver la parte posterior de su reino. ¡Dos lecciones de decoro para un mismo paseo!
—Y ambas, por fortuna, nos conducen a un buen clarete —concluyó Martinelli, abriendo con un bastonazo un portón de madera que prometía una mansión cálida y una cena opulenta, lejos del barro y las necesidades imperiosas de la Inglaterra jacobina.
Alonso y Martinelli habían avanzado apenas unos pasos por el callejón lateral, escapando del hedor y el espectáculo de los matorrales, cuando escucharon un rápido repiqueteo de cascos que se acercaba.
—¡Apartaos! —gritó un lacayo desde el pescante de una calesa.
Era la misma calesa, la de librea azafrán, que había dado un brusco giro. El eje de una de las ruedas se había roto al chocar con una piedra oculta en el lodazal, no lejos del lugar de la "necesidad imperiosa". Lady Anne y su doncella habían quedado varadas.
Martinelli se irguió de inmediato, su actitud de cínica superioridad convertida en la cortesía pulida de un cortesano en apuros. Para un hombre como él, este era el tipo de accidente que abría puertas o las cerraba para siempre.
—¡Por mi vida! Lady Anne, permitid que un servidor y mi distinguido huésped, el señor de Velasco, os ofrezcamos nuestra ayuda.
Lady Anne, que había descendido de la calesa con el ceño fruncido y una gracia que apenas disimulaba la rabia, alzó la barbilla. Su sombrero emplumado, sin embargo, se había inclinado peligrosamente.
—Martinelli. Qué... oportuno sois. O quizás, desafortunado.
Sus ojos, fríos y azules, recorrieron al cortesano y se detuvieron un instante en Alonso, el español, con una mezcla de curiosidad y desdén. Ella hablaba con una cadencia arrastrada, como si las palabras fuesen demasiado valiosas para ser gastadas.
—No os preocupéis por la rueda, Lord Martinelli. El lacayo enviará a buscar un herrero. El problema es el olor. Vuestro Londres tiene una fragancia que solo puede describirse como la prueba de que el Diablo está de visita constante. He tenido que dar la vuelta por no mancillar mis narices.
Martinelli vio su oportunidad. Sabía que la política en la corte de Jacobo I se hacía más con chismes y elegancia que con diplomacia.
—Comprendo perfectamente, mi Señora. De hecho, mi amigo y yo discutíamos hace un instante ese mismo asunto... y la solución.
—¿La solución? ¿Acaso habéis inventado un ungüento para frotar a la plebe y hacerla más decente? —preguntó ella con sorna, abanicándose con un pequeño trozo de seda bordada, aunque el aire era fresco.
—No, mi Señora, la solución es más arquitectónica. Mi amigo Alonso sugería que los hombres se volvieran para enfrentarse a los transeúntes, en un intento de salvaguardar su vergüenza.
Lady Anne emitió una risa breve y aguda, de porcelana.
—¡Qué ingenuidad, la de vuestro amigo! Los hombres se tapan la cara precisamente para que la ley no les alcance, no por decoro. En verdad, Martinelli, la solución es más simple: que yo no los vea.
Martinelli asintió con una reverencia impecable, dando la razón a la mujer más influyente de la escena.
—Es justo lo que le explicaba a Alonso. El verdadero problema no es la ausencia de pudor de la plebe, sino la presencia de vuestros ojos y de vuestro perfume. Por eso, me atrevo a sugerir que el mejor uso de los fondos reales no sería en crear reglamentos absurdos, sino en elevar un seto de altura y grosor considerables que bloquee completamente la visión desde la carretera. Dejemos que la plebe haga lo que quiera, siempre y cuando no incomode a la Corona.
Lady Anne dejó de abanicarse y lo miró fijamente. Una ligera sonrisa, una pequeña victoria, se dibujó en sus labios.
—Un seto. Que los oculte, sí. Es... una idea práctica. Pero, Martinelli, si yo presento la queja y el Rey cede a la súplica de una simple dama, ¿quién se lleva el crédito de la idea? El Rey no es conocido por su entusiasmo en gastar su dinero en setos para ocultar excrementos.
Martinelli se inclinó más cerca, con la voz suave como el raso.
—Mi Señora, en la corte de Jacobo I, la mejor forma de ganar crédito es nunca pedirlo. Si Su Majestad, por su propia y brillante iniciativa, ordena un seto para proteger vuestra delicadeza, la gratitud de la persona más influyente de Whitehall recaerá sobre aquellos que hayan sabido sugerir la solución a la persona adecuada.
Lady Anne sopesó la propuesta. Observó el barro en el suelo, el eje roto de su calesa y la promesa de invisibilidad que Martinelli le ofrecía.
—Venid a verme esta tarde, Martinelli. Traed al señor de Velasco. Me gustaría discutir... los detalles de este seto. Y quizás, si vuestro cocinero es tan lúculo como dicen vuestros modales, os invite a probar mi nueva partida de vino canario. La decencia en Londres es escasa, pero el buen vino, por fortuna, puede importarse.
Martinelli y Alonso llegaron a la residencia de Lady Anne esa tarde, justo cuando el sol de Londres se hundía en una neblina rojiza, tiñendo el ambiente de misterio y promesas veladas. El Señor de Velasco, sin embargo, se excusó de inmediato.
—Mi Señora —dijo Alonso con una reverencia que Martinelli consideró excesivamente sincera—, os agradezco la hospitalidad. Pero mi estómago español es un tirano que solo obedece mis propios horarios. Regresaré a mis papeles y esperaré a Martinelli en su casa, para no demorar vuestra conversación.
Lady Anne sonrió, una sonrisa apenas perceptible que no llegó a sus ojos, pero que satisfizo a Martinelli por su clara deferencia hacia la intimidad.
—Como deseéis, Señor de Velasco. Pero recordad: un buen vino no espera.
Alonso se retiró. Martinelli, sintiendo cómo el juego de corte lo envolvía, siguió a Lady Anne a un pequeño y exquisito gabinete, donde la luz de las velas danzaba sobre tapices holandeses y jarrones orientales. El aire estaba saturado de un perfume exótico, muy superior al que ella llevaba al mediodía.
Ella se sentó en un diván de brocado, indicándole un asiento frente a ella. Había una copa de cristal de Bohemia llena de un vino ámbar sobre una mesita baja.
—Toma, Martinelli. Es de las Canarias. El Rey no conoce las virtudes de estos vinos, prefiere el aguardiente escocés. Lo que el Rey no conoce, Martinelli, es lo que yo uso.
Martinelli tomó la copa, sintiendo el escalofrío del cristal frío en sus dedos, el cual contrastaba con el calor de la intriga.
—Es el mejor vino que he probado en este reino, Lady Anne. Como os dije, la decencia es escasa, pero el buen gusto, por fortuna, puede importarse.
Ella le observó un largo instante, sin beber.
—Hablemos del seto. Es una idea tan brillante en su estupidez que no puede ser sino de un hombre.
—Es la solución que combina la necesidad del pobre con el confort del rico, mi Señora. El Seto de la Decencia.
—Me gusta el nombre. Pero no me habéis dicho cómo hacer que Jacobo se atribuya la idea. ¿Debo yo llorar ante la Reina, Ana de Dinamarca? Es conocida por su gusto por el teatro.
Martinelli sonrió con esa astucia que lo hacía temible y deseable a partes iguales.
—En absoluto. El seto no será para ocultar la vergüenza, sino para preservar la salud del Príncipe Carlos.
Lady Anne parpadeó, y el interés genuino finalmente brilló en sus ojos.
—Explicaos.
—Mi Señora, Su Majestad teme las fiebres y los aires miasmáticos para su único hijo varón vivo. Si vos, en una conversación casual con el Lord Chambelán, lamentáis vuestra reciente indisposición causada no por la visión de los traseros, sino por el hedor pestilente que podría estar incubando una nueva plaga que llegue a la cercana residencia del Príncipe...
Martinelli dejó la frase suspendida. Lady Anne se echó hacia atrás en el diván, y esta vez, la risa fue profunda y genuina, una risa de mujer poderosa y conspiradora.
—¡Oh, Martinelli! Sois diabólicamente elegante. El Rey no moverá un dedo por mi nariz, pero moverá medio reino por la salud del futuro Estuardo. Pero, decidme, ¿por qué os molestáis en tanto esfuerzo? Vuestro ingenio debería tener un precio más alto que una simple invitación a cenar.
Martinelli inclinó la cabeza, bebiendo un sorbo del vino que era oro líquido. Su voz se volvió un susurro de seda, diseñado para el oído de una mujer de corte.
—Mi señora, solo hay dos cosas que un hombre como yo desea: la primera es un buen clarete sin tener que preguntar la hora de la cena. La segunda, la más difícil de obtener en Londres, es un acceso discreto y regular a la información que reside en la mente de la persona más influyente de la Corte.
Lady Anne se inclinó hacia él, su rostro en la penumbra de las velas. El aroma a sándalo y almizcle se hizo intenso.
—Entiendo. Queréis un pago, Martinelli. Pero queréis que sea una inversión. Acepto vuestra oferta de discreción e ingenio. Pero dejad que os recuerde algo. Si vais a ser mi confidente, debéis saber que Lúculo, aunque coma solo, siempre se sienta en la mesa de la persona que más le puede dar.
Ella deslizó un delicado pie, calzado con una pantufla de seda, y tocó suavemente la rodilla de Martinelli, justo antes de elevar su copa.
—Brindemos. Por el Seto de la Decencia. Que nos proteja de los ojos del mundo mientras negociamos los asuntos importantes del reino.
Martinelli alzó su copa, sus ojos fijos en la promesa que se escondía tras el brillo del vino y la sonrisa de la Dama.
—Y por Lúculo, mi Señora. Que nunca cena solo si su huésped es digno.

Lady Anne si quito el vestido y Martinelli pudo contemplar su hermoso cuerpo desnudo. El vino que habían bebido sirvió para deshalojar todos sus inhibiciones mundanas y los momentos de pasión se alargaron toda la noche.
El sol de la mañana se filtraba tímidamente por las cortinas de terciopelo del gabinete, pintando franjas doradas sobre los tapices y revelando el desorden de la noche. Las copas de cristal de Bohemia, ahora vacías, yacían inclinadas sobre la mesa baja, junto a una vela consumida hasta la mitad. El aroma a vino canario se mezclaba con una estela de perfumes más íntimos.
Martinelli se desperezó lentamente, sintiendo el peso suave de un brazo sobre su pecho. Lady Anne dormía a su lado, su cabello oscuro derramado sobre la almohada de seda, su expresión relajada y serena, desprovista de la habitual máscara de astucia cortesana. La luz de la mañana acariciaba su piel, revelando una belleza que superaba con creces el velo de sus ropajes.
Él la observó un instante, notando los pequeños detalles: el lunar junto a su clavícula, el ritmo pausado de su respiración. No era solo la conquista de un cuerpo lo que le satisfacía, sino la revelación de una vulnerabilidad, de una intimidad que rara vez permitía en su calculada existencia. Habían hablado de política, sí, pero también de miedos, de ambiciones ocultas, de la soledad que el poder a menudo trae consigo. El vino había desatado lenguas tanto como cuerpos.
Un leve movimiento de Lady Anne le indicó que estaba despertando. Sus ojos azules se abrieron, encontrando los de Martinelli. Por un momento, no hubo cortesía, ni intriga, solo el reconocimiento mutuo de dos almas que habían compartido algo profundo en la oscuridad.
—Buenos días, Martinelli —murmuró ella, su voz ronca por el sueño y la pasión. No había vergüenza en su tono, solo una tranquila aceptación.
—Buenos días, mi Señora. Parece que el seto no fue el único proyecto arquitectónico que construimos anoche.
Lady Anne sonrió, una sonrisa genuina que rara vez mostraba en la corte. Se incorporó ligeramente, apoyándose en un codo, y el edredón de seda se deslizó un poco.
—Parece que no. Y debo admitir que vuestra propuesta arquitectónica... fue considerablemente más placentera. Pero ahora, volvamos a la realidad. Los setos, Martinelli. Los setos. Y el Príncipe Carlos. No olvidéis vuestro papel en mi plan.
Martinelli asintió, la mente ya volviendo a los engranajes de la corte, aunque el recuerdo de la noche aún era vívido en su piel.
—Nunca lo olvido, mi Señora. El éxito de vuestro plan será mi propio éxito. Y la gratitud de la persona más influyente de Whitehall... —añadió, deslizando su mano por su hombro—, tiene sus propios y dulces dividendos.
Ella le dio un suave golpecito en el brazo.
—No os excedáis, Martinelli. La imprudencia es el peor enemigo de un cortesano. Ahora, levantaos. Mi doncella llegará pronto y no quiero que piense que mi indisposición matutina se debe a nada más que los miasmas de vuestro Londres.
Él se levantó de la cama, recogiendo sus ropas dispersas con una ligereza que sorprendió incluso a Lady Anne. Vestido de nuevo con su impecable traje de corte, Martinelli recuperó parte de su aplomo habitual, aunque una nueva calidez residía en su mirada.
—Os veré en la corte, mi Señora. Y no olvidéis mi consejo sobre el Lord Chambelán. La salud del Príncipe Carlos... es el tema del día.
Lady Anne se rió de nuevo, una risa que prometía conspiraciones y placeres.
—Id, Martinelli. Y aseguraos de que vuestro amigo, el Señor de Velasco, tenga un buen clarete esperándoos. Necesitaréis energía para urdir vuestros planes. En cuanto a mí... creo que me tomaré un baño caliente. Los "miasmas" de Londres son sorprendentemente persistentes.
Martinelli salió del gabinete con una nueva ligereza en el paso, el aroma del perfume de Lady Anne aún en su piel y en su memoria. El juego de la corte había adquirido una nueva dimensión, más peligrosa, más íntima, y, para él, infinitamente más deliciosa. Los setos se construirían, el Rey sería manipulado, y la influencia de Lady Anne crecería. Y él, Martinelli, estaría justo en el corazón de todo, un arquitecto no solo de setos, sino de una pasión secreta en la Inglaterra de Jacobo.
Las Mareas Oscuras del Támesis
Tres días después del encuentro íntimo y la conspiración del seto, Londres amaneció bajo una llovizna fría y gris que parecía reflejar el estado de ánimo de la ciudad.
Martinelli, ajeno a los asuntos del corazón y centrado en los del bolsillo, había pasado la mañana en Whitehall, sembrando astutamente la semilla del "peligro miasmático para la salud real" en los oídos de un bufón influyente y de un secretario menor. El plan iba viento en popa: el Lord Chambelán ya había solicitado a Jacobo una audiencia urgente para discutir la necesidad de "mejoras sanitarias" cerca de las residencias reales.
Alonso de Velasco le esperaba a la hora del almuerzo en un mesón de Westminster. El español se había retrasado. Cuando por fin llegó, su rostro estaba pálido bajo el humo del fuego de la chimenea.
—Martinelli, detened el vino. Tengo noticias que detienen el aliento.
Martinelli dejó su copa a medio llevar, molesto por la interrupción de su apetito.
—Que sean importantes, Alonso. El Rey, ¿se ha arrepentido ya de la idea de la tapia?
—No se trata del Rey, Martinelli. Se trata de Lady Anne.
La mención del nombre hizo que Martinelli se tensara. El recuerdo de la noche, de la piel desnuda y los secretos susurrados, aún estaba fresco.
—¿Qué ocurre? ¿Ha conseguido la audiencia con el Chambelán?
Alonso se sentó pesadamente, sin tocar el pan.
—Su cuerpo ha sido hallado esta mañana, Martinelli. Flotando en el Támesis, cerca de Blackfriars. La marea la arrastró hasta la orilla.
Martinelli sintió un frío repentino que no provenía de la puerta abierta del mesón. Intentó mantener la compostura, su rostro era una máscara de neutralidad cortesana, aunque el pulso le martilleaba en las sienes.
—¿Flotando? ¿Una... una caída accidental? Esas damas beben demasiado clarete.
—Lo dudo. Iba vestida, pero llevaba una gran contusión en la sien, como si hubiera recibido un golpe fuerte antes de caer o ser arrojada al río. Y lo que es peor: su doncella ha desaparecido.
El silencio se hizo espeso entre ellos, roto solo por el chisporroteo del fuego. La noticia era una bomba que hacía añicos la intriga del seto, la ascensión planeada y la peligrosa intimidad de Martinelli.
—¿Y el Conde? ¿Su marido? —preguntó Martinelli, finalmente.
—El Conde Salisbury está en sus tierras en el campo, según dicen. Ha sido informado y vuelve a la capital. Pero la Corte ya está ardiendo con el chismorreo. Lady Anne era ambiciosa, Martinelli. Y de ambiciones tan altas se hacen enemigos muy peligrosos.
Martinelli bebió su vino, ahora frío, de golpe. El sabor era amargo y áspero, muy distinto al elixir canario de hacía tres noches. Su mente, habitualmente rápida, corría ahora frenética. ¿Quién lo sabía? ¿Alonso sospechaba de su visita? ¿Quién más conocía los planes del seto?
—Alonso —dijo Martinelli, su voz era grave y controlada—, debéis recordarme que aquella tarde, cuando nos encontramos con Lady Anne y su calesa rota, solo hablamos de la indecencia de los campesinos y de la necesidad de que los hombres fueran más... discretos con sus actos.
Alonso lo miró, entendiendo al instante el giro de la conversación y el peligro que acechaba. La palabra "seto" no había salido de boca de Martinelli, y Alonso, como extranjero y con menos que perder, se había retirado antes del encuentro en el gabinete.
—Por supuesto, Martinelli —respondió el español, bebiendo su propio vaso con un asentimiento—, recuerdo que discutíamos si el pudor era una cualidad inglesa o española. Después, me retiré para comer solo. Lúculo cena en casa de Lúculo. No supe nada más hasta esta mañana.
Martinelli respiró, un ligero alivio al saber que su coartada, aunque débil, ya estaba montada.
—Bien. Ahora, volvamos a la Corte. Debo expresar mi profundo shock por la pérdida de una dama tan influyente. Y, sobre todo, debo averiguar quién, además de un servidor, conocía su ambición y su nueva idea para... mejorar el aire alrededor de las residencias del Príncipe. Porque el seto, Alonso, ahora es la prueba de un motivo. Quien haya convencido al Chambelán de construirlo, después de la muerte de Lady Anne, será el hombre al que el verdadero asesino querrá culpar.
Y Martinelli, con la elegancia de un hombre que acaba de pasar de la alcoba a la horca, se levantó. Su juego de poder ya no era un simple ascenso, sino una desesperada carrera por la supervivencia.
—¡Pero si la dama no había sugerido nada al Chambelán! —protestó Alonso, alzando un poco la voz.
Martinelli le dedicó una mirada gélida.
—Tanto peor. Ahora, el Chambelán y todos los cortesanos que escucharon mi "sugerencia" casual asociarán la idea del seto con Lady Anne. El Rey actuará, sin duda, para mostrar que la muerte de una de sus damas no detiene el progreso y la preocupación por la salud de su heredero. Y si el seto se erige, el Chambelán, o peor, yo, seremos los "arquitectos" póstumos del último deseo de Lady Anne. Es un lazo demasiado peligroso.
Salieron del mesón hacia las calles empapadas, donde el barro volvía a salpicar las capas. Martinelli caminaba con rapidez, su capa oscura ondeando tras él.
—Debo estar donde menos se me espera. El dolor, Alonso, es una cortesía que siempre paga dividendos.
Llegaron a Whitehall. El rumor de la tragedia había convertido el palacio en un hervidero de intrigas y susurros. Los cortesanos, vestidos con ropas oscuras y caras compungidas, se agrupaban en corrillos, cuchicheando la versión más jugosa y escandalosa de la muerte.
Martinelli se dirigió inmediatamente al gabinete del Conde de Pembroke, un noble poderoso, conocido por su lengua viperina y su amistad con el Conde Salisbury, el esposo de Lady Anne. Su presencia allí era una audacia necesaria.
—¡Martinelli! —exclamó Pembroke con un falso horror, apretando su mano con una fuerza excesiva—. ¡Qué tragedia! Tan joven, tan... vibrante. Se rumorea que el cuerpo presentaba signos de violencia. ¡La pobre!
—Es atroz, mi Lord. Atroz —respondió Martinelli, componiendo un rostro de pesar profundo—. La conocí de pasada, como sabéis. Pero su agudeza y su pasión por el bien del reino eran evidentes.
—Sí, pasión —murmuró Pembroke, sus ojos entrecerrándose—. Y ambición. Demasiada. Hay quienes creen que estaba demasiado cerca del Rey en sus consejos... Y otros, que estaba demasiado lejos de su marido.
Martinelli sintió un escalofrío. ¿Era una indirecta o solo el veneno habitual de Pembroke?
—Su esposo, el Conde Salisbury, debe estar destrozado —dijo Martinelli, midiendo cuidadosamente sus palabras—. ¿Se sabe cuándo llegará a Londres?
—Hoy mismo. Un hombre de su posición no puede dejar pasar una afrenta tan pública, Martinelli. Aunque nunca fue un esposo devoto, no permitirá que se mancille su honor con habladurías. Y os diré algo más: antes de su muerte, Lady Anne estaba muy interesada en un proyecto, algo que ella consideraba de vital importancia para la salud de los Príncipes.
Martinelli tragó saliva, pero mantuvo la mirada firme.
—¿Ah, sí? ¿Cuál era su preocupación, mi Lord? Las damas siempre tienen ideas curiosas.
—Tonterías de jardinería, en realidad. Quería un gran seto erigido de inmediato cerca de la ruta que tomaba Su Majestad para ir a Richmond. Decía que el hedor de los matorrales era un peligro para el Príncipe Carlos. La última vez que la vi, estaba obsesionada con el asunto, buscando financiación y apoyo...
Martinelli asintió, agradeciendo mentalmente a la dama por haber usado esa excusa, y no el verdadero motivo del "no la veré más", con él.
—Una preocupación sensible, Lord Pembroke. La verdad es que hasta yo noté el otro día el hedor por la zona de Buckingham House. Una verdadera ofensa a la realeza. Deberíamos presionar al Chambelán para que se actúe rápido, en su memoria. Sería un noble legado.
Pembroke sonrió por primera vez, un gesto depredador.
—Precisamente. Y si alguien pregunta cómo una mujer tan preocupada por las tonterías de jardinería terminó con un golpe en la cabeza y ahogada en el Támesis... habrá que buscar en su círculo de consejeros. Dicen que estaba involucrada en negocios con mercaderes holandeses. Un peligroso juego, Martinelli.
Martinelli se despidió con una reverencia, comprendiendo que acababa de salir de la boca del lobo. Lady Anne había usado el seto como excusa para el Chambelán o para Pembroke; una excusa que ahora señalaba directamente a Martinelli. Tenía que adelantarse a la llegada del Conde Salisbury.
Mientras salía del palacio, la bruma matutina se disipaba. Martinelli no lamentaba la pasión, sino el riesgo. Su vida ahora dependía de encontrar a la doncella desaparecida o de un juego de palabras aún más astuto que el que lo había metido en este lío. El recuerdo del hermoso cuerpo de Lady Anne desnudo se había transformado en una sombra fría que acechaba en las aguas del río.
Mientras Martinelli abandonaba Whitehall, el Lord Pembroke no se quedó en las formalidades del duelo. El rumor de la "preocupación por el seto" le había picado la curiosidad. Pembroke era un sabueso nato, y su instinto le decía que la muerte de Lady Anne no era un simple robo o un crimen pasional al azar, sino una interrupción, un hilo cortado.
Horas más tarde, Pembroke se encontraba en el Taller de Giles, cerca del Strand, un herrero de carros conocido por su discreción y su tarifa exorbitante.
—Giles —dijo Pembroke, arrojando una moneda de oro sobre el mostrador grasiento. El herrero, con el ceño fruncido y manos ennegrecidas, tomó la moneda.
—Había un encargo hace tres noches. Una calesa con librea azafrán, con un eje roto cerca de los matorrales de Buckingham House. ¿Recordáis el incidente?
Giles asintió, secándose el sudor con un pañuelo sucio.
—Sí, mi Lord. La librea del Conde Salisbury. El lacayo vino, furioso. Quería la reparación de inmediato, pero el eje estaba destrozado. No fue un simple bache. Parecía haber chocado contra algo pesado y duro, o quizás... haber sido forzado. Le dije que tardaría dos días.
—¿Y qué pasó con el carro?
—El lacayo volvió al día siguiente, pagó lo que debía y se lo llevó. No reparado, no, mi Lord. Simplemente se llevó el carro roto, diciendo que lo usarían para repuestos en la casa de campo. Me pareció extraño.
Pembroke asimiló la información con una calma glacial. Una rueda rota, la calesa abandonada en el lugar del "incidente miasmático", la dama regresa a casa (aparentemente), pero es encontrada al día siguiente ahogada. Y el marido, el Conde Salisbury, se lleva el carro roto.
Pembroke regresó a su mansión y convocó a un mensajero, enviándolo con una nota urgente a la propiedad rural del Conde Salisbury, donde se suponía que estaba de luto.
Mientras esperaba una respuesta, se sentó en su escritorio a repasar las piezas:
* El Motivo (El Seto): Lady Anne usaba la excusa del seto y el hedor para intrigar con el Chambelán (y, por extensión, con Martinelli). Esto sugiere un juego de poder.
* El Incidente (La Rueda Rota): La calesa se rompe en un lugar crucial. La dama y su doncella están varadas. Martinelli las encuentra.
* El Móvil (El Esposo): Salisbury era conocido por su resentimiento hacia la ambición de su esposa y sus gastos desenfrenados. Que se llevara la calesa rota indicaba que no quería que nadie examinara el eje dañado.
De repente, una idea brillante y aterradora cruzó la mente de Pembroke. El Conde Salisbury no estaba en el campo, sino que había simulado su ausencia.
El eje no se había roto por accidente. Se había roto a propósito.
Si Salisbury quería deshacerse de su esposa en Londres, necesitaba una excusa que la llevara a un lugar apartado donde el lacayo no pudiera protegerla. ¿Y si el accidente de la calesa había sido orquestado para obligar a Lady Anne a quedarse sola o aceptar la compañía de alguien en quien confiaba?
Pero no. Martinelli la había encontrado.
Pembroke se detuvo. El herrero dijo que el lacayo se había llevado la calesa rota al día siguiente, y Lady Anne había muerto esa noche.
Se sirvió un vaso de vino fuerte y analizó el suceso desde el punto de vista del cómo.
La Teoría de la Calma:
Lady Anne es varada por el eje roto. Martinelli la encuentra. Lady Anne le invita a su gabinete. Pasan la noche juntos. Martinelli se va por la mañana.
¿Qué sucede después de que Martinelli se va?
Si Salisbury no estaba en el campo, estaba esperando. El Conde podría haber esperado a la doncella desaparecida, la única testigo que quedaba. Si Salisbury regresó al día siguiente a la ciudad y se encontró con su esposa, tuvieron que tener una discusión.
Pero lo de la rueda rota... era la clave para desentrañar el tiempo.
El mensajero regresó al anochecer, con una respuesta de la casa del Conde Salisbury, no del Conde mismo, sino del administrador: El Conde Salisbury nunca llegó a su propiedad rural y no se ha sabido nada de él en los últimos tres días.
Pembroke sonrió, con una satisfacción cruel.
—Así que no es solo un asesinato, Martinelli. Es una huida. El Conde rompió el eje, esperó a su esposa... y luego se deshizo del cuerpo para culpar a sus muchos amantes.
Pembroke se levantó. Necesitaba hablar con Martinelli de nuevo, pero no para culparlo. Lo necesitaba para entender la hora exacta en que Lady Anne había sido vista por última vez en su casa, y qué había dicho el astuto Martinelli antes de que la ambición de ambos se encontrara con la muerte en el Támesis. El juego se había vuelto mucho más peligroso y, para Lord Pembroke, mucho más interesante.
La Cena del Silencio
Lord Pembroke no esperó por Martinelli en Whitehall, donde las paredes tenían orejas y las lenguas eran tan afiladas como las dagas. En su lugar, envió a un lacayo a buscar al cortesano con una nota lacónica: "Cena en mi casa. Esta noche. Sólo nosotros dos. El tema: la calesa."
Martinelli comprendió que la invitación no era negociable y la palabra "calesa" era una amenaza velada. Llegó a la mansión de Pembroke bajo un cielo estrellado y frío, con una prudencia extrema. La conversación que había tenido con Alonso sobre Lúculo y la necesidad de actuar en la discreción resonaba en su mente.
Pembroke lo recibió en su comedor privado. No había lujos innecesarios, solo una pesada mesa de roble, dos candelabros de plata y un par de copas de vino tinto oscuro, de Burdeos, el vino de la seriedad.
—Sentaos, Martinelli. No es una cena de lujos, sino una de necesidad.
—Mi Lord —dijo Martinelli, sentándose. Su expresión era de respeto, pero sus ojos estaban alerta—, vuestra pérdida es un golpe para la Corte.
—Dejad las hipocresías para el funeral, Martinelli. Sé que estuvisteis con ella en el momento del incidente de la calesa. Y sé que sois el único hombre vivo, además del lacayo desaparecido, que puede decirme qué sucedió exactamente en esos matorrales.
Martinelli se llevó la copa a los labios, bebiendo lentamente, ganando tiempo.
—Fue una breve casualidad, mi Lord. La rueda se rompió. Yo pasaba con el Señor de Velasco. Expresé mi cortesía. Ella se quejó del hedor de la plebe...
—Dejad el hedor, Martinelli. Hablemos del tiempo —interrumpió Pembroke con brusquedad—. La calesa se rompió al mediodía. ¿Lady Anne regresó a casa sola? ¿O aceptó vuestra compañía a pie?
Martinelli dudó, sopesando el riesgo de la verdad íntima contra el riesgo de la mentira descubierta. Ya sabía que el herrero había hablado.
—Ella me honró con una invitación a su gabinete, mi Lord. Discutimos la idea de un seto para paliar el problema del hedor... Y la manera más discreta de lograr que Su Majestad la financiara.
—¿Y a qué hora os retirasteis de su casa? Sed exacto, Martinelli. De vuestra memoria depende ahora algo más que la reputación de una dama muerta.
Martinelli respiró hondo. Este era el punto de no retorno.
—Partí de su residencia al amanecer. Justo antes de que el sol saliera. Estaba sola. La doncella, supongo, dormía en sus aposentos.
Pembroke asintió, sin mostrar sorpresa, como si esperara esa respuesta. Cortó un trozo de carne con calma.
—Así que estuvisteis allí, Martinelli. Un error imprudente para un hombre tan calculador. Pero no sois un asesino. Vuestro crimen es de ambición, no de sangre. El mío, sin embargo, es el de la deducción.
—Mi Lord...
—Silencio. He hablado con el herrero. La calesa, Martinelli, fue retirada de su taller la mañana después de vuestra cita, por el mismo lacayo que la había abandonado. Lo que significa que esa calesa estuvo rota, y quizás a propósito, durante más tiempo. Y el Conde Salisbury no está en el campo; nadie le ha visto en tres días.
Pembroke se inclinó sobre la mesa, con la voz un susurro cargado de veneno:
—El escenario es claro: Salisbury rompió el eje de su propia calesa para obligar a Lady Anne a regresar sola a casa, a pie o con un acompañante elegido. El encuentro con vos fue una casualidad. Ella, confiada tras vuestra noche de pasión, no sospechó nada. Salisbury estaba esperándola, Martinelli, o quizás esperando a su doncella para obligarla a confesar. El golpe en la sien es un detalle familiar, no un trabajo de matones de puerto. Y la desaparición de la doncella... es la limpieza del único testigo real.
Martinelli sintió que la red se cerraba, pero no sobre Salisbury, sino sobre él mismo.
—¿Y por qué me contáis esto a mí, mi Lord? Si vuestra deducción es correcta, Salisbury es el asesino.
Pembroke sonrió, y fue la sonrisa más peligrosa que Martinelli había visto en su vida.
—Porque Salisbury es el yerno de un duque, Martinelli. Y yo no tengo pruebas, sólo una calesa rota y un rastro de chismes. Si yo acuso al Conde y me equivoco, mi reputación está arruinada. Pero vos... Vos fuisteis el último amante. El hombre que la vio desnuda y se retiró al amanecer, justo a tiempo para que el asesino llegase. Si las autoridades os detienen, Martinelli, cantaréis como un pájaro. Y la verdad sobre el seto, vuestra intriga con el Chambelán, y vuestra noche de pasión, saldrán a la luz.
Pembroke empujó la copa de vino hacia Martinelli.
—Tenéis dos opciones, Martinelli. O permitís que os usen como un chivo expiatorio conveniente para el escándalo, lo que os llevará a la Torre y la ruina. O me ayudáis a encontrar a Salisbury antes de que él, o su gente, encuentren a la doncella. Si encontramos al Conde, yo os perdono vuestra indiscreción nocturna. Si no...
Martinelli tomó la copa. Estaba atrapado en el juego de Pembroke, un juego mucho más sucio y mortal que cualquier conspiración cortesana.
—¿Qué tengo que hacer, mi Lord? —preguntó Martinelli.
—Usar vuestra habilidad, Martinelli. Lady Anne era ambiciosa y reservada. Si Salisbury huyó, tuvo que llevar dinero y un plan. Vos conocisteis sus secretos, Martinelli. Decidme: ¿dónde podría ir una dama de su círculo social si no fuera a la Corte? Encontrad el rastro financiero que compartía con los mercaderes holandeses, o la cabaña de caza que compartían en secreto. Yo necesito un cuerpo, y vos necesitáis vuestra cabeza. Colaborad. Y bebed. Lúculo cena hoy con el diablo.

El Hallazgo en el Almacén
Los días siguientes a la cena con Pembroke fueron un torbellino para Martinelli. La Corte bullía con el chismorreo del asesinato de Lady Anne y la extraña desaparición del Conde Salisbury. El Rey, irritado por el escándalo y movido por el falso clamor por la "salud del Príncipe", ya había ordenado al Chambelán que procediera con el proyecto del "Seto de la Decencia". Martinelli se encontraba en el ojo del huracán, alabado por su "previsión" y a la vez temido como el último amante conocido de la difunta.
Con la vida pendiendo de un hilo, Martinelli dedicó sus noches a desentrañar los secretos de Lady Anne. Interrogó a criados, a mercaderes de telas y joyas, a los pocos usureros que se atrevían a prestar a la nobleza. Alonso de Velasco, el español, se mostró sorprendentemente útil. Su posición de extranjero le permitía husmear sin levantar las mismas sospechas que Martinelli.
La pista más prometedora vino de un curtidor de Southwark, un hombre que, bajo la amenaza de perder un encargo real, confesó que Lady Anne le había pedido recientemente preparar varias pieles de castor y zorro de una calidad inusual, no para un abrigo, sino para cubrir una serie de baúles de viaje. Los baúles habían sido entregados a un almacén discreto cerca de los muelles de Wapping, un lugar frecuentado por los barcos que comerciaban con los Países Bajos.
Wapping era un laberinto de callejones oscuros, almacenes desvencijados y tabernas de mala reputación. Una noche de densa niebla, Martinelli y Alonso se dirigieron allí, sus capas ocultando sus rostros y sus espadas preparadas. El aire apestaba a pescado podrido, brea y la miseria de los estibadores.
Encontraron el almacén gracias a la descripción del curtidor: una construcción de madera ennegrecida, sin ventanas y con una única puerta pesada. Un candado oxidado colgaba del cerrojo.
—Este es el lugar —susurró Alonso, examinando la cerradura con una ganzúa de su propia invención. El español tenía muchos talentos ocultos.
El candado cedió con un chasquido suave. Martinelli empujó la puerta, que chirrió lúgubremente, revelando la oscuridad de un interior repleto de cajas, barriles y el olor a humedad y especias añejas. Encendieron una linterna de mano que Alonso había traído.
La luz danzó sobre pilas de mercancías. Buscaron los baúles con las pieles de castor, moviendo cajas y desatando fardos. Fue Alonso quien la encontró.
Oculta detrás de una pila de toneles, medio aplastada por el peso de unas redes de pesca, estaba ella.
Era la doncella desaparecida.
Su cuerpo yacía inerte, los ojos abiertos y vidriosos, fijos en el techo sombrío del almacén. Llevaba el mismo sencillo vestido de lana que habría usado para trabajar en casa de Lady Anne. No había señales de lucha evidente, pero un examen rápido reveló una pequeña mancha oscura en la nuca y un hilo de sangre seca en la comisura de sus labios. Había sido silenciada de forma brutal, pero discreta.
Alonso se arrodilló, su rostro grave.
—Aquí está. El único testigo. Y callada para siempre.
Martinelli se acercó, la luz de la linterna temblaba en su mano. Una sensación de repugnancia y de fría certeza le invadió. Este no era un crimen pasional. Esto era el trabajo de alguien que no quería testigos. Y la muerte de Lady Anne, con el golpe en la sien, adquirió un nuevo y más siniestro significado.
—La encontraron aquí, Alonso. No la tiraron al Támesis. El plan de Salisbury era otro. Quería que Lady Anne fuese la única víctima del río. Y la doncella... debía desaparecer, como si hubiera huido. Pero no fue así. Fue silenciada y escondida aquí.
Martinelli se agachó. Entre los dedos de la doncella, medio oculta bajo su cuerpo, había algo pequeño y brillante. Era una cuenta de vidrio azul, de esas que se usan en los collares de las sirvientas, pero con un detalle particular: un pequeño grabado de un león rampante, el emblema de la familia del Conde Salisbury.
—Esto, Alonso —dijo Martinelli, mostrando la cuenta—, es la prueba. La doncella no fue asesinada en la calle. Fue asesinada por alguien que llevaba los colores del Conde. Y si la encontraron aquí, en este almacén con destino a Holanda...
La respuesta se reveló con una claridad aterradora.
—Salisbury no planeaba huir solo con el dinero y los bienes de Lady Anne —continuó Martinelli, la voz sombría—. Planeaba llevar a la doncella con él, quizás para silenciarla en un lugar remoto o para usarla como coartada en su huida. Pero algo salió mal. Quizás ella se resistió. Quizás lo vio. La mató y la escondió.
Alonso miró el baúl de piel de castor más cercano.
—Y estos baúles, Martinelli... eran para su huida. Salisbury no huyó solo. Salisbury se llevó el cuerpo de Lady Anne en el baúl.
Martinelli miró el cuerpo inerte de la doncella, luego la cuenta en su mano. Una pieza del rompecabezas más grande y sangriento había encajado. El cuerpo en el Támesis era el de Lady Anne, pero no arrojado casualmente, sino quizás desechado de un barco en ruta, o arrojado después de que el Conde hubiera dispuesto del verdadero tesoro: su dinero y sus secretos.
Tenía que llevar esta prueba a Pembroke. La vida de Martinelli dependía de ello. Pero algo le decía que, en este juego, el Conde Salisbury ya no era un simple esposo celoso, sino un hombre desesperado y sin escrúpulos, capaz de cualquier cosa para desaparecer. Y quizás, para llevarse a Martinelli con él.
La Visita del Viudo y el Hilo de la Sospecha
La mañana después del lúgubre hallazgo en Wapping, Martinelli se dirigía a la residencia de Lord Pembroke, con la cuenta de vidrio del león rampante oculta en su bolsillo y el aroma de los muelles aún en su capa. Sin embargo, antes de que pudiera cruzar la entrada de Whitehall, fue interceptado por un paje pálido y nervioso.
—Señor Martinelli, ¡deteneos! El Rey solicita vuestra presencia inmediata en la Cámara Privada.
Martinelli sintió un escalofrío. Una llamada directa del Rey era inusual y rara vez presagiaba buenas noticias. El paje lo condujo por los pasillos, no al bullicioso salón del Consejo, sino a una estancia más pequeña e íntima, donde se celebraban las audiencias de confianza.
Al entrar, Martinelli se encontró con una escena de calculado dolor. El Rey Jacobo I estaba sentado, con su acostumbrada expresión de melancolía filosófica, pero a su lado estaba la figura que Martinelli menos deseaba ver: el Conde Salisbury.
Salisbury, que supuestamente había regresado de su retiro campestre, no parecía un fugitivo. Estaba vestido con ropas de luto impecables, negras como el carbón, su rostro demacrado por el "dolor" y su postura de una dignidad frágil. Había manipulado el tiempo y el rumor para visitar al Rey antes de que la verdad pudiera alcanzarlo.
—¡Ah, Martinelli! —exclamó Jacobo, con un tono afectado que Martinelli reconoció como el preludio de un sermón—, venid aquí. El pobre Salisbury me estaba contando la atroz tragedia de su amada esposa. Un golpe espantoso.
Martinelli se inclinó profundamente, sintiendo los ojos fríos de Salisbury clavándose en él.
—Vuestra Majestad, mi corazón sangra por el Conde. Lady Anne era una luz en esta Corte.
Salisbury, con una voz baja y cargada de falsa emoción, se dirigió al Rey, pero sin dejar de mirar a Martinelli.
—Vuestra Majestad, Lord Martinelli ha sido muy amable al ofrecerme sus condolencias. Pero es más que un simple conocido. Martinelli fue, como sabéis, la última persona de la Corte en ver a mi esposa con vida, aparte de esa desgraciada doncella.
Jacobo, siempre amante del drama y de las intrigas bien contadas, se frotó la barba.
—Sí, Martinelli. Me ha dicho Salisbury que la encontrasteis en su calesa rota, cerca de esos matorrales… un lugar, por cierto, cuyo hedor ha preocupado a mi pobre difunta esposa.
Martinelli comprendió el movimiento de Salisbury: el seto y la rueda rota ya no eran una coincidencia, sino una trampa tejida alrededor de Martinelli.
—Así es, Vuestra Majestad. Tuvimos una breve y cortesana conversación. Ella estaba preocupada, no por la calesa, sino por la salud de Vuestro Alteza. Fue ella, y no yo, quien mencionó la necesidad de una barrera contra los miasmas.
—¡Pero yo tengo entendido lo contrario, Martinelli! —intervino Salisbury, alzando la voz con un dolor teatral—. Mi esposa era una mujer de reputación intachable. Ella nunca pasaría una noche fuera de casa. Me dijo el lacayo que la rueda se rompió al mediodía y que, después de vuestro encuentro, ella insistió en caminar. Ella nunca llegó a la casa esa noche. Martinelli, ¿me ocultáis algo de vuestro encuentro? ¿Vuestra conversación fue tan "breve y cortesana" como decís?
Martinelli se dio cuenta del peligro: Salisbury había sembrado la duda sobre la virtud de Lady Anne y, por extensión, había forjado un motivo pasional para Martinelli. Si Martinelli confirmaba que pasó la noche con ella, el público lo vería como el amante celoso que la mató al ser rechazado o para silenciar el escándalo. Si mentía, Salisbury podía sacar a la luz algún testigo comprado o alguna nota comprometedora.
Martinelli optó por la audacia.
—Mi Lord Salisbury, el dolor os confunde. Como hombre de la Corte, os digo que las calesas se rompen y las damas toman decisiones inesperadas. No soy vuestro confesor, sino un servidor de la Corona. Vuestra esposa me habló de asuntos de Estado. Si tenéis alguna otra pregunta, sugiero que se la hagáis al Shérif que investiga el asesinato, no a mí.
La réplica detuvo a Salisbury, pero Jacobo intervino, fascinado por la confrontación.
—¡Calma! Martinelli tiene razón. Salisbury, el dolor no debe nublar la justicia. Pero, Martinelli, es notable vuestra preocupación por esos matorrales. Sois el único que habla tanto de setos y tanto de la difunta. ¿Teníais una relación tan cercana con ella?
Martinelli sabía que la única forma de desviar la sospecha era devolver el golpe, pero necesitaba hacerlo con una prueba que no lo incriminara. Recordó la cuenta de vidrio que llevaba en el bolsillo.
—Vuestra Majestad, el dolor del Conde es grande, pero su investigación es defectuosa. Se centra en el porqué y no en el quién. Si me permitís, mi curiosidad me llevó a investigar los muelles de Wapping. Y allí, encontré algo que atañe a vuestro noble amigo.
Martinelli extrajo la pequeña cuenta de vidrio azul con el león rampante y la colocó con cuidado sobre la mesa.
—Esta cuenta fue hallada bajo el cuerpo de la doncella desaparecida, en un almacén cerca de los muelles de Wapping. No es una baratija cualquiera. Lleva el emblema del león rampante de vuestra casa, Lord Salisbury.
El Conde empalideció, y su máscara de dolor se resquebrajó, revelando un pánico gélido.
—¡Eso es una difamación! ¡Una falsificación! Es fácil de conseguir.
—Quizás. Pero el almacén estaba lleno de baúles forrados con piel de castor, listos para ser embarcados a Holanda. Pregunto, Vuestra Majestad, ¿por qué el Conde Salisbury, roto por el dolor y de luto en su campo, encargaría el transporte de baúles lujosos a un puerto de contrabandistas, y por qué dejaría el emblema de su familia como pista bajo la cabeza de una sirvienta muerta?
Jacobo observó la cuenta y luego a Salisbury, cuyo rostro ya no era de luto, sino de culpabilidad atrapada. El juego de poder había pasado de la sutileza a la vida o muerte. Martinelli había arriesgado todo, pero al menos había comprado tiempo.
La revelación de Martinelli en la Cámara Privada había sembrado el caos, pero Salisbury era un zorro con muchos escondites. El Rey Jacobo, más preocupado por evitar un escándalo que por encontrar la justicia, ordenó la detención inmediata de los sirvientes del Conde para interrogarlos. No obstante, la posición de Salisbury, respaldada por su poderoso suegro, el Duque, le compró tiempo.
Esa misma tarde, mientras Martinelli se reunía de nuevo con Pembroke (quien lo felicitó con una mirada cortante, no con palabras) para planear su siguiente movimiento, el Conde Salisbury ya había movido su pieza maestra.
A la mañana siguiente, justo cuando el sol luchaba por penetrar la niebla del Támesis, el Conde Salisbury, con un aplomo renovado y vestido con el negro de su duelo, solicitó una segunda audiencia con el Rey. Esta vez, su argumento no fue de dolor, sino de hecho irrefutable.
Salisbury presentó al Rey un hombre: un corpulento y bien vestido caballero de mediana edad, de rostro serio y barba cuidada, llamado Sir Giles Montagu.
—Vuestra Majestad —dijo Salisbury, con la voz templada por la rectitud—, la vileza de Martinelli no conoce límites. Pretende culparme de la muerte de mi esposa con una cuenta de vidrio que cualquiera puede conseguir. Él es el verdadero culpable. Pero he aquí mi coartada, que desmonta toda su farsa.
Señaló a Sir Giles Montagu.
—Vuestra Majestad, el día en que mi pobre Anne fue vista por última vez con vida —el día del incidente de la calesa, dos días después de mi supuesta "huida" al campo—, yo no me encontraba en Londres, ni urdiendo planes de escape con la doncella. Yo estaba en Green Park. Y Martinelli, de forma providencial para mi honor, lo sabe.
Jacobo, impaciente, asintió.
—¿Y bien, Sir Giles?
Sir Giles, con una reverencia, habló con voz clara y solemne.
—Vuestra Majestad, la tarde del martes, el Conde Salisbury y yo nos encontrábamos en Green Park, presenciando un espectáculo habitual y, confieso, fascinante, de las costumbres inglesas.
Salisbury tomó la palabra de nuevo, mirando triunfante la puerta por donde Martinelli solía entrar:
—Esa tarde, Martinelli, junto con su amigo español, el Señor de Velasco, nos vieron. Nos vieron absortos en la observación de una apuesta mortal.
El Rey se inclinó con interés: las apuestas siempre captaban su atención.
—¿Una apuesta? ¡Contadme!
—Así es, Vuestra Majestad. Dos hombres habían apostado veinte guineas por la vida o la muerte de un boxeador herido en la sien. Uno de los apostantes impedía la sangría del cirujano, para asegurarse de ganar su apuesta a la muerte. Martinelli y su amigo se acercaron, preguntaron por la singularidad del evento y se retiraron poco después. Martinelli, Vuestra Majestad, me vio a mí y a Sir Giles Montagu a mi lado, conversando en ese mismo momento sobre la crueldad de la costumbre.
El Conde continuó, su voz ahora cargada de desprecio:
—Martinelli miente. Me acusa de haber roto el eje de mi calesa para encontrar a mi esposa, ¡cuando yo estaba a plena luz del día, a vista de todo Londres, presenciando un espectáculo público y mortal! Martinelli me vio. Y si Martinelli me vio en Green Park el martes por la tarde, cuando mi esposa aún estaba viva, ¿cómo iba yo a estar en un almacén de Wapping al día siguiente, planeando una huida?
Sir Giles asintió firmemente.
—Lo confirmo, Vuestra Majestad. El Conde y yo estuvimos juntos en el parque, y el Señor Martinelli nos saludó, antes de irse con su jefe de cocina.
El golpe fue devastador. Salisbury no solo tenía un testigo noble, sino que había usado la propia observación de Martinelli sobre las "costumbres inglesas" como su escudo. Además, la coartada funcionaba por dos razones:
* Temporal: Si Martinelli lo vio el martes por la tarde en el parque, no podía haber estado en Wapping al día siguiente planeando una huida.
* Moral: Salisbury se presentaba como un espectador indignado por una barbaridad social, contrastando con el hedonismo supuestamente pasional de Martinelli.
Salisbury hizo una pausa dramática antes de la estocada final.
—Vuestra Majestad. Martinelli fue el último amante en salir de la alcoba de mi esposa. Martinelli sabía que ella planeaba hacer negocios arriesgados con mercaderes holandeses—los baúles en Wapping eran suyos—. Y Martinelli fue quien ideó el engaño del seto. El verdadero asesino no es quien huye, sino quien tiene el móvil de pasión, la oportunidad nocturna, y la mente lo suficientemente tortuosa como para inventar la historia del hedor para ganarse el favor de la Corte. ¡Martinelli es el hombre que se deshizo de su amante y ahora intenta culpar al viudo de luto!
Jacobo, siempre voluble y paranoico ante la traición, miró la cuenta del león rampante sobre la mesa. Era una prueba frágil, fácilmente explicable si el Conde había perdido un obsequio. Martinelli, sin embargo, era ahora el hombre sin coartada para la noche y con un motivo pasional recién descubierto. El Rey chasqueó los dedos.
—¡Guardias! Llamad a Martinelli y al español. El Conde tiene un argumento sólido. Martinelli, creo que debemos hablar de vuestro "aislamiento" en la mesa del Señor de Velasco, y de vuestras nocturnas visitas a las damas de esta Corte.
La Sombra de la Torre y el Secreto de la Apuesta
Martinelli no tuvo tiempo de reaccionar ante la orden del Rey. Fue desarmado de inmediato y escoltado fuera de la Cámara Privada. Sus protestas de verdad cayeron en oídos sordos; para Jacobo, la historia del Conde era más limpia, y la intriga de Martinelli, demasiado enredada.
Pocas horas después, el elegante Martinelli, despojado de su espada y su capa de terciopelo, era internado en la Torre de Londres, bajo el cargo inicial de "sospecha en el asesinato de Lady Anne y deslealtad a la Corona por injurias contra un noble". Su celda era fría y húmeda, un brutal contraste con la calidez de los salones cortesanos que tanto amaba. Su única compañía era el silencio y la desesperación.
Lord Pembroke, informado de la detención, montó en cólera, pero mantuvo una fachada de imparcialidad ante la Corte. Su juego se había complicado. Necesitaba a Martinelli libre para encontrar a Salisbury, pero ahora el único aliado de Martinelli era el silencioso español, Alonso de Velasco.
Alonso, sin el mismo peso de la sospecha, acudió a Pembroke en su mansión.
—Mi Lord —dijo Alonso, haciendo una reverencia tensa—, Martinelli está en la Torre. Yo soy su único vínculo.
Pembroke, cortando una rodaja de queso, apenas levantó la vista.
—Lo sé. El juego de Salisbury es brillante. Ha usado la propia verdad de Martinelli como su mejor mentira. La única forma de salvar a ese necio vanidoso es desmontar la coartada de Salisbury: la apuesta de Green Park.
—Estoy de acuerdo. Salisbury no estaba allí, o si lo estaba, no fue por casualidad. Martinelli y yo nos encontramos con Sir Giles Montagu, y la conversación giró sobre esa crueldad inglesa. Pero, ¿cómo demostrar que Salisbury estaba solo buscando una coartada ese día?
Pembroke sonrió, con la astucia regresando a sus ojos.
—Salisbury es ambicioso, no es un filántropo. No se detiene a mirar peleas callejeras por simple indignación moral. Debemos demostrar que ese "espectáculo fascinante" fue arreglado. Velasco, la pista está en el Club de los Apostantes.
Alonso asintió, recordando el comentario de Martinelli de aquel día: "Hay una sociedad que se llama El Club de los Apostantes".
—Debéis infiltraros en ese club, Velasco. Descubrid quién organizó esa apuesta específica. Averigüen quién contrató al boxeador herido y, lo más importante, si el apostador que impedía la sangría tenía alguna conexión, por nimia que sea, con Sir Giles Montagu o el Conde Salisbury. El tiempo apremia. El Rey es voluble, y un par de días de encierro harán que Martinelli confiese cualquier cosa para salir.
Alonso de Velasco se transformó. Usando sus contactos en el bajo mundo de Londres y presentándose como un excéntrico noble español fascinado por las costumbres inglesas más bárbaras, localizó la taberna de mala muerte que servía como sede del Club de los Apostantes.
El ambiente era denso, lleno de humo de tabaco y el olor a cerveza rancia. El juego era crudo y las apuestas iban desde carreras de ratas hasta duelos a muerte. Alonso encontró al "secretario" del club, un hombre tuerto y barbudo con un cuaderno sucio.
Con promesas de grandes apuestas y una bolsa de monedas de plata, Alonso sonsacó los detalles del incidente en Green Park.
—Ah, sí, la apuesta de la sangría —gruñó el hombre—, famosa. Veinte guineas a la vida o muerte de un tal Dickon. El que apostó a la muerte, el que impidió que el cirujano lo tocase, era un tal Tobias Stone.
—¿Conocéis a este Tobias Stone?
—Un tipo de baja ralea, pero con buen dinero. Vende carne al por mayor en el mercado. Pero lo curioso es que ese día, ese Stone, no solía apostar por la muerte.
—¿Y por qué lo hizo?
El tuerto se encogió de hombros, asombrado por la curiosidad del español.
—Se dice que el día anterior le pagaron una buena suma para que estuviera en ese parque a esa hora. No para apostar, sino para montar el escenario. Alguien le dio el dinero y le dijo: "Asegúrate de que el boxeador pelee, se hiera y la gente se agrupe para verlo." La apuesta de la sangría fue solo para mantener el cirujano lejos, por si acaso.
—¿Y quién le pagó?
—Un paje bien vestido. Pequeño, con una cicatriz en la mano.
El rastro del dinero era turbio y Alonso no podía seguir al paje. Pero la confesión era oro puro. El evento en Green Park no había sido casual: había sido un escenario montado la tarde antes de la muerte de Lady Anne.
Alonso regresó inmediatamente a la mansión de Pembroke.
—Mi Lord, el espectáculo de Green Park fue fabricado. Un hombre llamado Tobias Stone fue pagado para "montar el escenario" de la pelea. Salisbury no era un espectador casual, sino el beneficiario de un escenario montado para una coartada. Y lo más importante: Martinelli vio el montaje, creyendo que era una costumbre local, dos días antes del asesinato.
Pembroke se irguió de su silla, golpeando la mesa. La verdad era más sucia y más calculada de lo que imaginaba.
—¡El miserable! Orquestó una distracción pública para establecer su coartada. Esto no es solo un asesinato, es una conjura. Ahora, Velasco, debéis hacer una cosa más. Debéis ir a la Torre y ver a Martinelli. Él es el único que nos puede decir qué hizo Salisbury el día en que Lady Anne lo visitó y le encargó esos baúles. La verdad de la muerte está en los días antes de la coartada. ¡Rápido, antes de que Salisbury cierre el cerco!
Epístola desde la Oscuridad
Martinelli se hundía en el frío de la Torre. La humedad de las piedras calaba hasta los huesos, pero el verdadero tormento era la impotencia. Sabía que Salisbury había jugado una mano maestra al usar la coartada de Green Park, y cada hora que pasaba en su celda reforzaba la narrativa del amante vengativo ante los ojos del Rey.
Una mañana, el guardián de la Torre, sobornado generosamente por Alonso de Velasco, deslizó un pergamino, una pluma y un tintero bajo la puerta. La nota, breve y sin firma, decía: "Velasco tiene la prueba del escenario de Green Park. Necesitamos el rastro de los días anteriores. La verdad nos liberará."
Martinelli comprendió. Era un mensaje codificado de Pembroke.
Con manos temblorosas por el frío y la urgencia, Martinelli comenzó a escribir, su relato transformado en una narración desesperada, consciente de que esta carta era su única confesión, su única esperanza.
A Lord Pembroke, mi Única Esperanza de Luz en esta Oscuridad:
Mi Lord,
El frío de estas piedras es un bálsamo comparado con la helada infamia que Salisbury ha vertido sobre mi nombre. Ya sabéis que la coartada que usó contra mí es una burda, aunque genial, obra de teatro. Pero la verdad de Lady Anne no está en el Támesis, sino en el rastro que ella dejó justo antes de mi desgraciado encuentro con ella.
Os ruego que prestéis atención a la secuencia de los días que precedieron a la rueda rota, pues en ellos reside el verdadero motivo y la huida de Salisbury.
El domingo anterior (cuatro días antes de su muerte), Lady Anne me buscó con urgencia en el palacio, antes de mi encuentro con el Señor de Velasco y el comienzo de nuestra conversación sobre la decencia. Ella estaba inusualmente nerviosa, me habló de un "negocio urgente" que debía concluir antes de que su esposo regresara. Dijo que necesitaba dinero en efectivo, mucho dinero, para comprar "ciertos privilegios" en Holanda. Me pidió que usara mis contactos en la corte para negociar un préstamo rápido, argumentando que no podía usar sus propios bancos sin levantar sospechas de Salisbury. Ella temía a su marido más de lo que yo pensaba.
El lunes (tres días antes), me reuní con ella brevemente en un invernadero. No hablamos de amor, sino de oro. Ella había conseguido una suma considerable, pero no suficiente. Me confió que la única forma de completar la suma era vender las joyas familiares que su esposo, el Conde, creía que estaban guardadas en su caja fuerte. Dijo que se había quedado con las falsificaciones, y que las verdaderas habían sido vendidas a un joyero judío en el East End.
El martes por la mañana (el día de la calesa rota), me envió un billete cifrado. Estaba exultante. Había completado el dinero. El dinero y las joyas vendidas superaban con creces cualquier tesoro que Salisbury pudiera haberle dejado en herencia. La nota decía, textualmente: «Todo está en los baúles, esperando mi libertad. Me reuniré con mi tesoro en Wapping mañana por la mañana, cuando el primer barco zarpe con la marea. Un nuevo mundo, Martinelli. Olvidaos de los setos y pensad en las palmeras.»
Yo creí que ella planeaba huir sola con su fortuna y sus secretos. Su "tesoro" era el dinero, su "libertad" era Holanda, y su "nuevo mundo" no era la Torre.
Luego, ocurrió el desastre de la rueda rota ese mismo martes por la tarde. Ella y yo bebimos ese vino canario, celebramos su inminente escape y el final de sus problemas maritales. Yo, estúpidamente, la dejé al amanecer del miércoles, convencido de que su doncella la ayudaría con su viaje a Wapping.
La verdad, mi Lord, es la siguiente: Salisbury regresó a la ciudad en secreto el lunes o martes por la mañana. Se enteró de la venta de las joyas falsas o de sus planes de fuga. No rompió el eje de la calesa para verla, sino para detenerla. Lady Anne, varada, lo que hizo fue ganar tiempo conmigo. Ella no pudo llegar a Wapping el miércoles por la mañana.
Salisbury mató a la doncella en el almacén de Wapping, no para silenciarla de una fuga, sino porque la doncella estaba ayudando a Lady Anne a esconder su fortuna, no a huir con Salisbury. Salisbury la mató para robar el dinero y las joyas que Lady Anne había acumulado, usó la cuenta del león como una señal falsa de su presencia, y arrojó el cuerpo de su esposa al río como una distúpida, una burla al amante que la dejó.
La verdadera pista no es la cuenta. Es el joyero judío en el East End que compró las joyas. Es el hombre al que Salisbury debe haber rastreado para encontrar el dinero de su esposa.
Yo soy un necio, mi Lord, pero no un asesino. Os lo ruego, encontrad al joyero. Encontrad el rastro del dinero, y habréis encontrado a Salisbury.
Que Dios me proteja.
Vuestro humilde y encarcelado servidor,
M.
El guardián recogió la carta, la deslizó dentro de su capa y salió. Martinelli se hundió en su cama de paja, agotado. Había arriesgado su cabeza en esa confesión. Ahora, todo dependía de si Pembroke y el silencioso Alonso de Velasco, el hombre que no cenaba con nadie, podían mover más rápido que la sombra del Conde Salisbury.
El Rastro de las Joyas y la Confesión del Joyero
Lord Pembroke leyó la carta de Martinelli con una mezcla de horror y fascinación. El cinismo de Salisbury era aún mayor de lo que había imaginado. El asesinato no era un crimen pasional, sino una ejecución financiera calculada.
Alonso de Velasco, por su parte, se movía con la precisión de un cazador. Con la coartada de Green Park a punto de ser desacreditada gracias a la confesión del tuerto y la nueva información sobre el joyero, la necesidad de actuar era urgente. Martinelli no sobreviviría a un interrogatorio bajo tortura.
Pembroke y Alonso se dirigieron al East End, un lugar que el noble visitaba solo bajo extrema necesidad. El aire era pesado con el olor de las especias exóticas y la miseria. Finalmente, encontraron la discreta tienda del joyero, Samuel Lévy, oculta en un callejón lleno de barro.
Lévy, un hombre anciano de barba blanca y ojos sagaces, palideció al ver al formidable Lord Pembroke entrar en su humilde establecimiento.
—Mi Lord, ¿en qué puedo serviros?
—Con la verdad, Samuel. Hemos venido a hablar de Lady Anne y de joyas. Las joyas de la casa Salisbury.
Lévy miró a su alrededor con nerviosismo.
—Yo soy un hombre de negocios, mi Lord. La confidencialidad es mi...
Pembroke dejó caer una pesada bolsa de monedas de oro sobre el mostrador, con un ruido metálico que acalló la protesta.
—La confidencialidad es importante, Samuel. Pero vuestra vida, y la de vuestra familia, es más importante. El Conde Salisbury es un asesino, y si habéis tocado su botín, sois un cómplice.
Lévy se estremeció. Tras asegurarse de que la puerta estuviera cerrada y de que Alonso, con su mano cerca de la empuñadura de su espada, custodiaba el pasillo, el joyero comenzó a hablar en un susurro tembloroso.
—Sí, Lord Pembroke. Lady Anne vino a mí. Hace unos días. Me vendió las auténticas esmeraldas de la Dama de Lancaster y la tiara de diamantes, todas falsificadas con maestría en su lugar. Las vendí a mercaderes holandeses. El pago fue sustancial.
—¿Y el dinero? ¿Se lo entregasteis a ella?
—No todo, mi Lord. Ella temía llevar tanto efectivo. Me pidió que lo pusiera todo en letras de cambio al portador a nombre de un contacto en Ámsterdam, un contacto que aseguraría su "libertad". Yo le entregué las cartas de cambio en una pequeña caja de madera de cedro, justo antes de que se rompiera su calesa.
Esta era la confirmación del plan de fuga de Lady Anne. Salisbury no la había matado por amor, sino por las letras de cambio al portador.
—Ahora, la pregunta crucial, Samuel —dijo Pembroke, inclinándose sobre el mostrador—. El Conde Salisbury, su esposo. ¿Lo habéis visto?
Lévy tragó saliva, sus ojos de nuevo llenos de terror.
—Sí, mi Lord. Un día después de que Lady Anne hiciera el trato, vino el Conde. Estaba furioso. No me torturó, pero me amenazó con arruinarme y encarcelarme por comerciar con propiedades robadas. Me obligó a revelar todo lo que sabía sobre el acuerdo, el valor de las joyas y, lo más importante... el nombre del contacto en Ámsterdam y el escondite de la caja de cedro con las letras de cambio.
Alonso y Pembroke intercambiaron una mirada sombría. Salisbury había rastreado a su esposa hasta el último detalle.
—¿Le dijisteis dónde estaba la caja?
—Sí, mi Lord. Le dije que Lady Anne la había escondido en un lugar que él nunca buscaría. Ella confiaba en que si el Conde la confrontaba, él solo buscaría en su casa de Whitehall. Ella me dijo que la escondería en el lugar más profano para un noble: la leñera del almacén de Wapping, entre los matorrales que tanto odiaba.
El joyero se secó la frente.
—Mi Lord, el Conde Salisbury sabía que su esposa no llegaría a Ámsterdam. Él sabía que ella iría al almacén a primera hora del miércoles. Él fue a Wapping para recuperar las letras de cambio, y allí... la confrontó. Yo estoy seguro.
—¿Y la caja de cedro? —preguntó Alonso.
Lévy señaló a un rincón oscuro de su tienda.
—El Conde me obligó a jurar que la caja estaba allí, en el almacén. Pero, yo mentí. La caja de cedro, con todas las letras de cambio al portador por un valor de mil doscientas libras esterlinas, está justo ahí, mi Lord. La tuve que salvar para mi propia conciencia. El Conde se llevó a Lady Anne y a su doncella para obligarlas a revelar dónde estaba el verdadero tesoro.
Pembroke miró a Alonso. La coartada de Green Park había sido para cubrir el tiempo que el Conde pasó torturando a Lady Anne y a la doncella, tratando de encontrar la caja de cedro que, irónicamente, estaba a salvo en el East End. Cuando no pudo obtener la información, mató a ambas, tiró el cuerpo de su esposa al Támesis para simular una muerte accidental o pasional, y se preparó para culpar al amante.
—Velasco —dijo Pembroke, con una calma aterradora—, tenéis la prueba de que Salisbury urdió una coartada pública. Yo tengo la prueba de su motivo financiero. El dinero, el móvil, y la caja de cedro. Vamos a liberar a Martinelli. Y luego, vamos a cazar a un Conde.
La Contracorriente y la Caída del Conde
La noche caía sobre Londres, teñida de la urgencia de la venganza y la justicia. Pembroke y Alonso se movieron con la precisión de cirujanos. La primera prioridad era Martinelli.
1. El Rescate y la Pieza Faltante
Lord Pembroke, usando su influencia, se presentó ante el Consejo Privado alegando que nuevas pruebas, incluyendo una confesión bajo juramento de un comerciante de alto valor sobre un "fraude de joyas" que involucraba a la casa Salisbury, exigían la liberación inmediata de Martinelli para un interrogatorio completo en su propia residencia. Argumentó que el riesgo de que el asesino huyera era mayor que el riesgo de liberar al cortesano, aún bajo sospecha.
Martinelli fue liberado de la Torre, exhausto y humillado, y conducido directamente a la mansión de Pembroke.
Al verlo, el cortesano se desplomó en una silla.
—Mi Lord, os debo la vida.
—Me debéis más que la vida, Martinelli —replicó Pembroke, arrojándole la carta del joyero y la caja de cedro—. Me debéis una explicación del destino final de Lady Anne. Salisbury orquestó una coartada en Green Park para cubrir el tiempo que pasó torturando a ambas mujeres por esto. ¿Por qué el cuerpo de Lady Anne estaba en el Támesis? No lo arrojó casualmente; fue una burla.
Martinelli tomó la caja de cedro, sintiendo el peso de la fortuna de su difunta amante. Su mente, liberada del frío de la Torre, volvió a operar con la fría lógica.
—La clave, mi Lord, es la distancia. Lady Anne fue muerta el miércoles. Si Salisbury la mató en el almacén de Wapping, ¿por qué el cuerpo apareció en Blackfriars, río abajo? Para que la marea la llevara de Wapping a Blackfriars... el cuerpo debió ser arrojado más arriba.
Alonso intervino, cerrando el círculo.
—La calesa rota, Martinelli. Salisbury retiró la calesa rota del herrero la mañana después de que la matasteis.
—¡Precisamente! —exclamó Martinelli, golpeando la mesa—. Salisbury usó la calesa para transportar el cuerpo de Lady Anne río arriba, tal vez hasta el West End, la zona noble, para que su cuerpo flotara río abajo. El Támesis no era una tumba, ¡era un mensaje! Quería que el cuerpo fuese encontrado cerca de Whitehall, cerca de sus amantes y sus escándalos, confirmando la historia del crimen pasional.
2. La Caza del Conde
El rastro de Salisbury se había esfumado. Con el dinero de Lady Anne desaparecido y su plan de escape desvelado, Salisbury se habría dado cuenta de que el cerco se cerraba sobre él.
—Alonso, el joyero os dio el nombre del contacto en Ámsterdam. Si Salisbury no usó la caja, tuvo que haber ido a buscar a su otro cómplice: el lacayo que rompió el eje de la calesa —dijo Pembroke.
Alonso había previsto esto. Había interrogado a los otros sirvientes del Conde.
—El lacayo, el que rompió la rueda, se llama Elias. Los criados dicen que Elias era el único que sabía sobre una pequeña cabaña de caza, una propiedad olvidada de la familia Salisbury en los pantanos de Essex, cerca de la costa. Un lugar perfecto para esperar un barco pequeño a Flandes.
—Entonces Essex es el destino. Yo usaré la influencia del Rey para enviar órdenes de arresto a los shérifs de la costa bajo una acusación de "traición y conspiración"—ordenó Pembroke—. Pero no podemos esperar. Iremos nosotros. La justicia debe ser nuestra, y la caja de cedro será nuestro testigo.
3. El Amanecer en Essex
Alonso, Martinelli y un puñado de hombres de Pembroke cabalgaron toda la noche a través de los páramos fríos de Essex. La niebla se levantaba del mar, envolviendo el paisaje. Encontraron la cabaña al amanecer. Era un refugio miserable, pero una luz débil brillaba a través de las rendijas.
Rompieron la puerta con un solo golpe.
Dentro, estaba el Conde Salisbury. No estaba huyendo, sino preparándose. El lacayo, Elias, ataba varios fardos con cuerdas gruesas.
Al ver a Martinelli —su supuesta víctima en la Torre—, el rostro de Salisbury se contorsionó en una máscara de incredulidad y terror.
—¡Martinelli! ¿Cómo...?
—El hedor, Salisbury —dijo Martinelli, entrando con calma, Alonso y Pembroke a sus espaldas—. Aprendí que las verdaderas pestilencias no provienen del barro, sino de las almas ambiciosas.
Pembroke se adelantó, sosteniendo la caja de cedro con la etiqueta de las Letras de Cambio.
—Hemos encontrado su verdadero tesoro, Conde. La prueba de su motivo. El joyero ha confesado que usted rastreó a Lady Anne para robarle esta fortuna. La coartada de Green Park es una farsa. La cuenta del león rampante es una prueba de la traición de su lacayo y su propia vileza.
Salisbury vio que el juego había terminado. El lacayo Elias intentó sacar un cuchillo, pero Alonso, rápido como un rayo, lo desarmó.
El Conde se desplomó sobre la mesa de madera. Su mirada se detuvo en Martinelli, no con odio, sino con una amarga admiración.
—Ella se rió de mí —murmuró Salisbury, su voz apenas un silbido—. Cuando la tenía atada en el almacén. Se rió al decirme que las joyas y el dinero estaban a salvo, lejos de Wapping. La maté por su burla, no solo por el oro. ¡Y te culpé a ti por su insolencia!
Martinelli lo miró sin emoción. Había recuperado su honor y su libertad.
—La insolencia, Conde, es el precio que se paga por la ambición. Y el suyo es la horca.
Pembroke ordenó a sus hombres que ataran al Conde y al lacayo. La verdad, aunque sórdida, estaba ahora completa. El Seto de la Decencia sería construido, pero no por la preocupación de una dama por los miasmas, sino por el precio de su asesinato. Martinelli, el cortesano que cayó y resucitó de la Torre, ahora conocía el verdadero poder de la Corte: no la influencia, sino la capacidad de encontrar la verdad más oculta.
El juicio del Conde Salisbury fue un evento relámpago, marcado por el deseo del Rey Jacobo de sofocar el escándalo rápidamente. Las pruebas presentadas por Lord Pembroke y la confesión del joyero judío desmantelaron la coartada de Green Park. La confesión del lacayo Elias, obtenida bajo fuerte coerción en los calabozos de Pembroke, confirmó la conspiración, el robo de la fortuna de Lady Anne, la tortura por la caja de cedro y la burla del cuerpo arrojado al Támesis.
Salisbury fue hallado culpable de asesinato y, dado el robo de la fortuna de su esposa —una fortuna acumulada a espaldas de la Corona y de su propio rango—, el Rey decidió que no merecía la "suave" decapitación reservada a la alta nobleza por traición política. En su lugar, el Conde sería castigado con el suplicio destinado a los plebeyos y los trabajadores de la Corona convictos de crímenes atroces.
El día de la ejecución, la multitud se agolpaba en Tyburn, el lugar de las horcas. Martinelli y Alonso, liberados y reivindicados, observaban el espectáculo desde un carruaje discreto junto a Lord Pembroke.
El castigo para los trabajadores de la Corona y los plebeyos convictos de traición o crímenes capitales no conocía la piedad. Salisbury no sería simplemente ahorcado.
El Conde fue arrastrado por caballos hasta el patíbulo, no en un carruaje, sino atado a una carreta, humillado ante la plebe que lo injuriaba.
Al llegar al cadalso, el verdugo desnudó la parte superior de su cuerpo, revelando su piel pálida y aristocrática al aire helado. Su sentencia fue leída con voz atronadora:
—...Por el asesinato alevoso de su esposa, Lady Anne, y el robo de su fortuna, el Conde de Salisbury será ahorcado hasta casi morir. Luego, será descabezado. Finalmente, su cuerpo será descuartizado y sus miembros expuestos en la Puerta de Londres como advertencia contra la avaricia y la traición.
La multitud rugió con el anuncio del "castigo de los cuatreros", la pena máxima por traición en su forma más brutal.
Martinelli no sentía placer, solo una fría satisfacción profesional.
—Una pena que purga el crimen y la ofensa a la sociedad, mi Lord —murmuró Martinelli, ajustándose el cuello de encaje—. La justicia ha sido servida, aunque con la crueldad de la turba.
—No es justicia, Martinelli —replicó Pembroke, su rostro inexpresivo—. Es la voluntad del Rey de restaurar el orden. Salisbury fue ejecutado como un plebeyo para recordar a la nobleza que sus crímenes son juzgados por los mismos estándares que el hurto del más bajo de los hombres. El Rey no perdona la vergüenza pública.
El verdugo procedió con la ejecución. El cuerpo del ex-Conde fue alzado en la horca, luego bajado, aún con vida, y después vino el hacha. La escena fue brutal y rápida, envuelta en los gritos de la multitud y el trabajo sucio del verdugo.
Una vez consumada la sentencia, Pembroke se dirigió a Martinelli y Alonso.
—Vuestro honor ha sido restaurado. El Rey os espera mañana para reinstalaros. Martinelli, el puesto de Lord Chambelán ha quedado libre por la enfermedad repentina del anterior ocupante. Un puesto que, me temo, exige un hombre con vuestro... ingenio.
Martinelli no mostró sorpresa, sino aceptación.
—Aceptaré la responsabilidad, mi Lord. Y usaré el puesto para asegurar que el "Seto de la Decencia" sea erigido de inmediato. Por la salud del Príncipe, por supuesto.
—Por supuesto —sonrió Pembroke, con un brillo sardónico en los ojos.
Alonso de Velasco observó el carruaje de Pembroke alejarse y luego miró a Martinelli, ahora redimido y en el umbral del poder.
—Martinelli, habéis sobrevivido al Támesis, a la Torre y a la horca de vuestro enemigo. ¿Qué lección sacáis de todo esto?
Martinelli se llevó la mano al bolsillo, donde la carta de Lady Anne sobre los "baúles de la libertad" seguía guardada como un recordatorio.
—La lección, Alonso, es sencilla —dijo Martinelli, el sol del amanecer brillando en sus ojos ambiciosos—. En la Corte, la verdadera decencia no es no orinar en el camino. Es saber dónde esconder el dinero. Y que el único amante que sobrevive es el que nunca confía en el secreto de su alcoba. Ahora, vámonos. El juego ha terminado. Y mañana, comienza un juego nuevo.
Comentarios