top of page

Los ecos lejanos de Vestra

El Eco del Sol Rojo

El viento del planeta Vestra no aullaba, silbaba. Era un susurro constante y arenoso que peinaba las dunas de óxido de hierro, depositando una fina capa de polvo rojizo sobre todo. Para K’zar, el silbido era la voz de su hogar, monótona y vital, como el latido lento del sol rojo que se arrastraba por el cielo bajo.

K’zar no era alto para los estándares de los seres de las lunas heladas, pero era un gigante para sus crías. Se enderezó con un crujido seco en sus articulaciones, la piel terrosa y rugosa de su cuerpo absorbiendo el calor residual de las rocas. Sus ojos, dos esferas de obsidiana pulida, captaban la escasa luz con una intensidad antinatural, registrando hasta la más mínima vibración en el suelo. Llevaba siglos sin ver nada que lo asustara, pero la curiosidad, un vicio que el tiempo no había logrado erradicar, lo mantenía perpetuamente vigilante.

Ahora, su atención estaba cautivada por un hallazgo que era tan común como milagroso: un nido.

Se inclinó, la tela áspera y envuelta alrededor de su cuello deslizándose con el movimiento. Su sombra, proyectada y distorsionada por el sol bajo, cubrió a las tres criaturas diminutas que se agitaban a sus pies. Eran Veslings, los recién nacidos, no más grandes que la palma de su mano. Sus cabezas, bulbosas y casi transparentes en su juventud, se tambaleaban sobre cuerpos apenas formados. Los ojos, réplicas exactas de los suyos pero a una escala cómica, lo miraban con una mezcla de desconcierto y fe ciega.

Se llamaban a sí mismos los K’Tarr, los Hijos de la Arena. Su existencia era una paradoja de este mundo estéril. No nacían, se ensamblaban lentamente a partir del polvo, la humedad oculta y el calor geotérmico de las profundidades. Los adultos, como K’zar, pasaban su vida vagando, buscando las raras concentraciones de energía y nutrientes donde pudieran germinar los nidos. Su misión era simple, ancestral y sagrada: proteger el nido hasta que la nueva generación adquiriera la fuerza suficiente para caminar y sentir el llamado de la Travesía.

K’zar extendió un dedo, grueso y nudoso, y rozó con infinita delicadeza el lomo de uno de los Veslings, que gorjeó un sonido burbujeante de satisfacción. Estos pequeños dependían de la inmensidad de un adulto. Sin la sombra para protegerlos de la radiación despiadada y sin la guía para encontrar las micro-bolsas de agua, perecerían.

—Pequeños ecos—murmuró K’zar, su voz un murmullo de arena rodando—. El camino será largo.

El camino era la Travesía Eterna, el movimiento incesante a través de Vestra, impulsado por una necesidad instintiva de esparcir los "huevos" de energía y encontrar los puntos de convergencia, donde el calor era suficiente para la gestación.

A lo lejos, una figura apenas visible se movía con la misma marcha deliberada y pausada de todos los K’Tarr. Era J’mora, otro protector. K’zar sabía que J’mora había encontrado otro nido a unas leguas de distancia, y que la hora de la partida se acercaba. Los Veslings necesitaban la energía de la Travesía, la conexión con la red psíquica que fluía solo cuando los K’Tarr estaban en movimiento.

K’zar se enderezó. El sol rojo proyectaba un tono púrpura sobre los picos distantes. Los Veslings comenzaron a emitir un coro de chillidos ansiosos, sintiendo el cambio de postura de su guardián.

—Pronto. Pero primero, debemos caminar.

La tarea era monumental: tenía que incitar a esas pequeñas criaturas, apenas capaces de sostener su peso, a emprender un viaje de cientos de kilómetros. Tenía que enseñarles la cadencia del paso, el ritmo de los K’Tarr que les permitiría conservar hasta el último joule de energía.

Dio un paso lento y resonante, dejando una huella profunda en la arena. Los Veslings, como si fueran imanes atraídos por el metal, comenzaron a moverse. Uno de ellos, el que había tocado, dio un giro inestable y cayó sobre su vientre. Luchó por levantarse, sus pequeños brazos temblando, y al final, con un esfuerzo heroico, lo consiguió.

K’zar no esperó. No había tiempo para la compasión individual. En Vestra, la supervivencia era una cuestión de voluntad colectiva. Dio otro paso, y los tres Veslings se arrastraron detrás de él, diminutas motas de vida en el inmenso desierto rojo.

Mientras el trío se alejaba del nido, convirtiéndose en cuatro puntos móviles en la extensión infinita, K’zar se permitió un pensamiento que raramente compartía con otros:

Ojalá, Hijos de la Arena, que la nueva convergencia sea más cálida que la última.

El Eco del Sol Rojo, el silbido del viento, continuó. Y la Travesía, la eterna marcha del pueblo de los ojos grandes, había comenzado una vez más.

El Silencio Quebrado

La Travesía de K’zar y los tres Veslings llevaba cincuenta ciclos solares cuando el silencio fue quebrado por algo más que el silbido de la arena.

K’zar estaba enseñando a los pequeños a distinguir el sutil cambio de textura en el suelo que indicaba una vena de agua congelada, cuando un sonido antinatural y profundo desgarró el aire. No era el viento, no era una roca al caer. Era un rugido mecánico, una vibración que estremeció los huesos de K’zar y que hizo que los Veslings se paralizaran, sus pequeños cuerpos temblando como hojas.

Alzó la mirada. Sobre el horizonte, donde las dunas se encontraban con el cielo bajo, una silueta oscura se alzaba. Era inmensa, metálica y fea, cubierta de luces que parpadeaban con una frialdad ajena a Vestra. Era una nave. Y la nave estaba anclada.

K’zar sintió que un escalofrío seco recorría su piel. Durante toda la existencia conocida de los K’Tarr, solo habían tenido un contacto con los "Viajeros de Arriba", hacía incontables milenios, y había terminado en una retirada mutua, un acuerdo no verbal de ignorancia. Los K’Tarr eran irrelevantes; Vestra era estéril.

Pero esta vez era diferente.

Se acercó a una cresta y, usando la altura de la duna, observó el área de aterrizaje. Una base improvisada estaba emergiendo como un tumor metálico sobre la arena virgen. Pequeños vehículos rodaban, cavaban, y, lo más alarmante de todo, estaban desplegando estructuras enormes y transparentes.

Dentro de una de ellas, la primera estructura en levantarse, K’zar vio el movimiento. No era el movimiento pausado y armonioso de los K’Tarr. Era un agitar frenético, cuerpos extraños, y lo más ofensivo:

Verde.

Plantas. Vio el destello brillante de algo que reconocía por los viejos Cantos de Advertencia: cultivos hidropónicos. Y no estaban solos. A la sombra de la cúpula, se movían criaturas torpes, cuadrúpedas, con pelajes de colores imposibles. Animales de granja.

Los Viajeros de Arriba no solo habían venido a extraer minerales o a observar. Habían venido a cambiar Vestra.

El cambio era la única amenaza real para los K’Tarr. Su ciclo de vida, su Travesía, su red psíquica, todo dependía del equilibrio de los ciclos geoquímicos del planeta. Cualquier alteración ambiental, por mínima que fuera, podría esterilizar los puntos de convergencia, matar la humedad oculta, o incluso anular el llamado instintivo de la Travesía.

K’zar se agachó rápidamente. Los Veslings, sintiendo la alarma de su protector, se apiñaron contra sus pies.

—Silencio, pequeños ecos. El viento trae un veneno nuevo.

Una nueva máquina, más pequeña y ruidosa que las demás, se acercó a la base. De su parte trasera, salía un chorro espeso de vapor que se dispersaba en la atmósfera tenue. K’zar sintió la diferencia inmediatamente. El silbido de Vestra se sintió sofocado, húmedo. Era un agente terraformador, liberando gases para espesar la atmósfera y elevar la temperatura global. Un intento de crear su propio cielo.

K’zar sabía que no podía enfrentar a los Viajeros de Arriba; eran demasiado numerosos y su tecnología, demasiado letal. Pero los K’Tarr tenían una defensa milenaria: el entendimiento profundo de su planeta.

Se enderezó. Miró hacia J’mora, la figura distante que aún se movía en el horizonte lejano. Luego, miró hacia la base invasora.

—Hemos de cambiar la Travesía—susurró, con una resolución que endureció la línea de su rostro terroso.

En lugar de continuar en su ruta preestablecida, K’zar hizo un giro brusco, dirigiéndose hacia la formación rocosa más alta y escarpada. Tenía que llegar a la Vena del Susurro, la gran falla tectónica que utilizaban para la comunicación a larga distancia. Tenía que alertar a todos los K’Tarr.

El mensaje era simple y urgente, un grito silencioso transmitido a través de la red psíquica que fluía por las fallas del planeta:

Los ojos han llegado para ahogar el desierto. La Travesía ya no es una búsqueda. Es una guerra de paciencia. Cambien las rutas. A la espera. Al silencio más profundo.


El destino de los Hijos de la Arena ya no dependía de la supervivencia diaria, sino de la resistencia geológica contra un enemigo que quería convertir el noble silencio del desierto en un ruidoso y húmedo jardín ajeno. La Travesía se había detenido, para transformarse en una estrategia de espera. Y K’zar, con tres pequeños ecos a sus pies, era el centinela del nuevo e incierto amanecer.

El Velo Translúcido y la Mirada Incomprendida

El plan de K’zar de la "guerra de paciencia" se desmoronó antes de que los primeros susurros de advertencia hubieran recorrido la Vena del Susurro por completo.

Apenas habían logrado alcanzar la primera de las grandes fisuras cuando una sombra se cernió sobre ellos, no la sombra cálida del sol rojo, sino una vasta y angular. K’zar levantó la vista, sus ojos de obsidiana se entrecerraron. Era uno de los vehículos de los Viajeros, de esos que surcaban el aire con un zumbido bajo y constante, pero este era diferente. Tenía una garra.

Antes de que K’zar pudiera mover un músculo, una luz azul brillante lo envolvió. No era dolorosa, pero inmovilizante. Se sintió como si estuviera sumergido en melaza densa, sus extremidades pesadas, su voluntad atrapada. Los Veslings chillaron, sus pequeños cuerpos rebotando contra los lados de la fuerza invisible que los había envuelto.

En cuestión de segundos, la garra descendió, y K’zar, junto con sus tres pequeños, fue levantado del suelo. El mundo giró. El viento de Vestra se convirtió en una ráfaga aullante mientras ascendían, dejando atrás la arena rojiza que había sido su hogar desde el primer parpadeo de conciencia.

Fueron depositados, no con delicadeza, sino con la eficiencia de quien manipula una muestra, en el interior de una de las estructuras transparentes de la base. No era una jaula de barrotes, sino una burbuja de material prístino e inquebrantable que separaba a los K’Tarr del aire de Vestra, y del aire de los Viajeros.

K’zar se recompuso lentamente, el efecto de la inmovilización disipándose. Los Veslings, aterrados, se escondieron bajo su cuerpo, sus cabezas pequeñas y sus ojos asomándose con curiosidad y miedo. Levantó la vista.

Los Viajeros estaban allí.

Eran altos, delgados, con piel pálida y vestían uniformes de tela suave y colores fríos que contrastaban violentamente con los tonos cálidos de Vestra. Sus rostros eran extraños, sin la rugosidad del tiempo ni la profundidad de los ojos K’Tarr. Eran lisos, y sus ojos, pequeños y moviéndose rápidamente, no tenían la quietud contemplativa que K’zar asociaba con la sabiduría.

Uno de ellos, el que parecía ser el líder, se acercó al velo translúcido que los contenía. Su rostro, enmarcado por una mata de cabello oscuro, estaba fruncido en lo que K’zar interpretó como una expresión de intenso estudio. Hablaba en una serie de chasquidos y zumbidos, sonidos que rasgaban el aire y que el K’Tarr no podía comprender, pero que sentía como una agresión sonora.

El Visitante levantó una mano y la presionó contra el material transparente. K’zar instintivamente retrocedió, sus ojos fijos en la palma pálida. Luego, vio una tableta de luz en la mano del Visitante, mostrando imágenes y símbolos que no podía descifrar.

El Visitante volvió a hablar, sus ojos escudriñando a K’zar. Apuntó hacia los Veslings, luego hacia K’zar, y luego hacia la tableta, donde apareció una imagen de lo que parecía ser una familia de la propia especie del Visitante.

K’zar entendió que lo estaban categorizando. Lo estaban estudiando. No como un ser, sino como una anomalía en un planeta que pretendían dominar.

Sintió la humedad en el aire. El terraformador seguía operando en el exterior, bombeando gases y humedad, alterando el corazón mismo de Vestra. Dentro de la cúpula transparente, el aire era espeso y caliente, pesado con los olores de la vida de los Viajeros: plantas exuberantes que nunca antes habían tocado la superficie de Vestra, y el olor de las criaturas de granja, encerradas en corrales cercanos, emitiendo sonidos lastimeros y extraños.

K’zar miró más allá de la jaula, a través de las paredes transparentes de la estructura. Vio los campos de "verde", las máquinas ruidosas, los depósitos de agua que eran océanos robados al manto de Vestra. Vio el futuro que los Visitantes querían imponer. Y sintió un terror frío.

No había fuerza en sus brazos para romper el velo. No había un sonido en su voz para suplicar en su propio lenguaje. Solo quedaba la mirada: la mirada de obsidiana de K’zar, cargada de milenios de sabiduría y la silenciosa desesperación de un mundo que estaba siendo asesinado lentamente.

Los Visitantes, por su parte, continuaban con sus mediciones y sus murmullos. No entendían la profundidad de la mirada de K’zar. Solo veían una criatura alienígena de aspecto peculiar, una "muestra" fascinante, pero en última instancia, un obstáculo menor en su ambicioso proyecto de hacer de Vestra un hogar.


La jaula se convirtió en un símbolo de la desconexión: el intelecto técnico de los Viajeros chocando con la sabiduría ancestral de los K’Tarr. Y el eco del sol rojo, fuera de la jaula, seguía susurrando, ahora con una nota de lamento.

El Despertar del Dron y el Susurro de la Especia

El cautiverio de K’zar se prolongó durante ciclos. Las manos pálidas de los Viajeros se convirtieron en un recuerdo constante: toques fríos, pinchazos estériles, luces cegadoras. Los Veslings habían crecido un poco, pero el ambiente confinado y el aire húmedo los mantenían débiles y apáticos.

Una mañana, K’zar estaba postrado, sintiendo el peso de la desesperación, cuando ocurrió.

Un pequeño dron de vigilancia, una de las miles de máquinas ruidosas de los Viajeros, se detuvo junto a la jaula. No se detuvo por orden de sus amos, sino por una micro-vibración en el suelo, justo debajo de él, que coincidía con la frecuencia de una fisura tectónica profunda.

De esa micro-vibración, un hilo invisible, finísimo y frío, se deslizó a través de la base de la jaula. No era energía, ni luz, ni sonido audible. Era información, canalizada por la Vena del Susurro.

K’zar sintió una punzada familiar, una resonancia que se transmitía por la misma red psíquica que había usado para enviar su alerta inicial. La punzada era un mensaje, no en palabras, sino en concepto y urgencia.

La fuente era K’Lax, un antiguo de la Travesía que se había retirado a los Nidos de la Falla, donde el calor era más intenso y la conexión con el planeta, más pura. K’Lax era un K’Tarr de la Especia.

El mensaje se desplegó en la mente de K’zar: la imagen de los orificios de su propia cabeza, los que la mayoría de los K’Tarr tenían sellados o inactivos, seguida de la instrucción para reactivarlos. El mensaje explicaba, con una urgencia brutal, que la supervivencia de los Veslings dependía de un acto de defensa químico y ancestral.

La Especia no era un arma de guerra ofensiva para los K’Tarr; era la última defensa contra depredadores planetarios. Se generaba como una secreción protectora, una niebla psíquicamente activa, tóxica y narcótica, que emanaba de unos pequeños orificios detrás de los grandes ojos de los K’Tarr, donde el calor interno del cuerpo se concentraba. Su función principal era confundir y desorientar a cualquier criatura que intentara atacar un nido.

K’zar sintió la extraña sensación de despertar biológico. Se concentró en el flujo de calor de su cuerpo. El mensaje de K’Lax había reactivado un instinto dormido. Los pequeños orificios, apenas visibles en la piel rugosa de su cráneo, comenzaron a vibrar. Era un proceso lento, exigente. K’zar tuvo que utilizar la energía que había estado guardando para los Veslings, reorientando el flujo metabólico.

Mientras tanto, los Visitantes seguían con su rutina. El líder se acercó a la jaula, con la tableta de luz en mano, y activó una secuencia de escaneo. El dron ruidoso aún estaba cerca, ignorado por el Visitante.

En el momento en que el líder estaba a punto de iniciar el escaneo, K’zar sintió que la activación estaba completa. Un calor abrasador, como vapor de un géiser, se acumuló detrás de sus ojos.

Con un esfuerzo tremendo, K’zar activó la liberación.

No fue un chorro, sino una niebla. Una ráfaga instantánea de gas espeso y púrpura oscuro, con un aroma a mineral quemado y especias exóticas que impregnó el pequeño espacio de la jaula. Los Veslings, que tenían una resistencia natural, simplemente se encogieron, pero los ojos grandes de K’zar se pusieron inyectados en sangre por el esfuerzo.

La niebla, al entrar en contacto con el aire húmedo y cargado de la cúpula, se expandió explosivamente.

El Visitante, que estaba con la cara casi pegada al velo translúcido, fue el primero en reaccionar. No por el olor, sino por la acción psíquica del gas. La Especia, en el contexto de Vestra, afectaba el sistema nervioso de cualquier intruso.

El líder se tambaleó, soltando la tableta de luz, que cayó al suelo y se rompió. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, no por dolor, sino por una confusión abrumadora. El control sobre su mente se disolvió en visiones de dunas rojas infinitas y el silbido monótono del viento de Vestra.

—¿Qué... qué es esto?—balbuceó el Visitante, su voz distorsionada por el pánico.

La niebla era tan espesa que la visibilidad se redujo a cero dentro de la jaula y se propagó rápidamente fuera de ella, a través del sistema de ventilación de la cúpula. Otros Visitantes cercanos comenzaron a toser y a caer, no inconscientes, sino completamente desorientados. Las luces de la cúpula parecieron brillar y apagarse al ritmo del pulso de K’zar.

A través de la bruma, K’zar vio su oportunidad. El gas no solo era una toxina, era un conductor. Con el líder incapacitado y tambaleándose, el dron de vigilancia, que había sido el punto de anclaje de la información, seguía allí, su sistema de navegación temporalmente interrumpido por el caos químico y psíquico.

K’zar se arrastró hacia el velo translúcido, concentrando sus últimas fuerzas. El gas era su escudo.


La Especia había dado un breve respiro, una ventana de oportunidad nacida del conocimiento ancestral de K’Lax. Ahora, K’zar tenía que usar ese momento de confusión para asegurar no solo su propia libertad, sino el futuro de la Travesía.

ree

La Fuga por la Vena y la Conferencia Confusa

La niebla púrpura de la Especia se extendía por la cúpula, sus efectos narcóticos y confusos envolviendo a los pocos Viajeros que no habían caído al suelo. K’zar, sintiendo que sus orificios se cerraban y la Especia se disipaba, sabía que el tiempo era crucial. Los Veslings, ahora menos asustados por el gas familiar, lo seguían de cerca.

La punzada de K’Lax no solo había activado la Especia, sino que había revelado un camino. Una vena. No una vena biológica, sino una falla geológica que discurría directamente bajo la cúpula, justo donde el dron se había detenido. Era una micro-fisura, una de las muchas arterias ocultas de Vestra.

Con sus últimas reservas de fuerza, K’zar se abalanzó contra la base de la jaula. El material transparente era impenetrable, pero el dron, que aún vibraba con un zumbido bajo, había creado una resonancia en el suelo. La Especia había desorientado los sistemas del dron, pero también había amplificado la conexión psíquica de K’zar con la roca.

Concentró su voluntad en el punto donde la vibración del dron se encontraba con la vena. Lentamente, dolorosamente, el suelo debajo de lajaula comenzó a ceder. No se rompió, sino que se abrió, como una flor de roca, un túnel estrecho y oscuro que conducía directamente a las entrañas del planeta.

K’zar no dudó. Con un empujón de su cuerpo, se deslizó por el orificio, arrastrando a los tres Veslings consigo. La arena y la roca rozaron su piel, pero el escape era lo único que importaba. La oscuridad los envolvió, y el rugido lejano del terraformador se convirtió en un eco amortiguado. La Vena del Susurro ahora era la Vena de la Fuga.

Mientras K’zar y los pequeños se adentraban en las profundidades de Vestra, la confusión en la cúpula alcanzaba su punto álgido. Los Viajeros afectados por la Especia balbuceaban, sus gestos eran erráticos. El líder, con los ojos vidriosos, se aferraba a un marco metálico, susurrando sobre "dunas que bailan".

Lejos de esa escena de caos, en una de las cámaras más protegidas y apartadas de la base, dos Visitantes estaban ajenos a la alteración. Se trataba de la bióloga principal, la Dra. Aris Thorne, y el geólogo jefe, el Dr. Jax Veridian. Habían estado monitoreando los datos de la terraformación, y la Dra. Thorne tenía una teoría audaz sobre la vida endémica.

Ambos estaban sentados frente a una pantalla de visualización, participando en una conferencia Zoom con el Consejo de Colonización en su planeta de origen. La Dra. Thorne, con su cabello rubio atado en una coleta, mostraba gráficos de la creciente humedad atmosférica. El Dr. Veridian, de barba canosa y gafas, señalaba las lecturas de la actividad tectónica.

En la pantalla, las caras de los Consejeros parpadeaban, asintiendo con la cabeza o frunciendo el ceño.

—...y como pueden ver, el progreso de la humidificación es excelente —explicaba la Dra. Thorne, señalando un gráfico—. En cuestión de meses, podremos introducir los primeros microorganismos terrestres.

De repente, la imagen de la Dra. Thorne en la pantalla de los Consejeros comenzó a distorsionarse. Pequeños fragmentos de la transmisión se volvieron verdes, luego rojos, luego púrpuras. El audio se volvió irregular, con un murmullo de voces distantes que no eran de los Consejeros.

—Disculpen —dijo la Dra. Thorne, frunciendo el ceño—. Parece haber una interferencia local... Dr. Veridian, ¿alguna anomalía en las lecturas de energía?

El Dr. Veridian consultó su propio panel.

—Nada significativo, Dra. Thorne. Las redes energéticas están estables. Podría ser un error en el codificador de la señal de nuestro lado... o quizás...

De repente, una figura borrosa y confusa apareció brevemente en el fondo de la pantalla de la Dra. Thorne, más allá de ella. Era la silueta de un K’Tarr, K’zar, moviéndose rápidamente por una grieta, con pequeños Veslings a sus pies. La imagen era distorsionada, como una falla en la matriz, pero era inconfundible. La tenue luz de Vestra que se filtraba desde el exterior, se mezclaba con el gas púrpura que se esparcía.

El Dr. Veridian se quitó las gafas, limpiándolas, antes de volvérselas a poner.

—¿Viste eso? —preguntó, con un brillo de asombro en sus ojos.

—¿El parpadeo en la señal? Sí, debe ser el sistema. O quizás un reflejo de los gases... —dijo la Dra. Thorne, más preocupada por la opinión de los Consejeros que por una anomalía visual momentánea.

Los Consejeros en la pantalla parecían no haber notado nada, o lo habían atribuido a la calidad de la transmisión interplanetaria. Solo una Consejera mayor, de ojos penetrantes, inclinó ligeramente la cabeza, como si hubiera percibido algo que el resto no.


La fuga de K’zar y los Veslings fue un éxito, un escape silencioso y subterráneo mientras la Especia convertía la cúpula en un teatro de confusiones. Y, en la ironía del destino, el primer atisbo del pueblo K’Tarr para los verdaderos "observadores" del exterior no ocurrió en una jaula, sino como un fantasma fugaz en una pantalla, una interferencia en la transmisión de su propia invasión. El velo entre los dos mundos, aunque delgado, seguía resistiendo.


El Terror de la Conjunción y la Caída de la Red

K’zar y los Veslings se arrastraban por la vena tectónica. El aire bajo la superficie era más denso y cargado del calor geotérmico de Vestra. El silbido del viento había sido reemplazado por un crujido de roca y el pulso sordo del planeta, la verdadera voz de su hogar. El esfuerzo de generar la Especia lo había dejado agotado, pero la necesidad de llegar a la seguridad de las fallas profundas lo impulsaba.

Mientras avanzaban, K’zar se concentró en la red psíquica, la matriz de conciencia compartida de los K’Tarr, que fluía por las vetas de la roca. Buscaba la resonancia de K’Lax o de cualquier otro Anciano que pudiera guiar su huida.

Pero algo andaba mal.

La red no estaba rota, pero se sentía sucia. La resonancia era débil, como una señal ahogada por una interferencia ruidosa y ajena. Era una sensación que el K’Tarr nunca había experimentado: el desequilibrio en su alma compartida.

El problema venía de la superficie, directamente de la base de los Viajeros, y no era el ruido de las máquinas o la alteración del aire. Era biológico y psíquico.

El Viajero líder, aún bajo los efectos residuales de la Especia, había buscado consuelo en la cercanía de otro de su especie para recuperarse de la confusión. Los Viajeros de Arriba se reproducían a través de la Conjunción, un acto íntimo y prolongado de intercambio de fluidos y cercanía física, una mezcla de placer y necesidad emocional que para ellos era tan vital como el aire.

Este acto, tan normal y privado para los Visitantes, liberaba una enorme cantidad de energía química y bio-psíquica. En su planeta de origen, esta energía se disipaba de forma natural. Pero en Vestra, un mundo psíquicamente sensible y de baja densidad de vida, esa liberación se canalizaba directamente hacia el suelo.

La Conjunción de los Viajeros era, para la red psíquica K’Tarr, un estallido de energía emocional cruda y desordenada. Era como si un grito histérico se inyectara directamente en el oído de una criatura que solo conocía el silencio de un monasterio.

K’zar sintió la oleada. Era un torrente de euforia, desesperación, apego y ansiedad, emociones que los K’Tarr, con su existencia ascética y enfocada en la Travesía colectiva, habían sublimado durante eones.

El impacto fue devastador.

La red psíquica de K’zar se tambaleó. En un momento, pudo ver las dunas y sentir la presencia de K’Lax; al siguiente, su mente se inundó con imágenes ajenas y sensaciones corporales que no eran las suyas.

Los Veslings, aún más conectados a la red por su juventud, gimieron de dolor. Uno de ellos comenzó a convulsionar suavemente, su pequeña cabeza temblando mientras procesaba la sobrecarga de emoción alienígena.

—Resistencia, pequeños ecos—gruñó K’zar, aunque la palabra se sentía hueca en su boca—. Deben... deben enfocarse en el calor de la roca.

El desequilibrio no era solo una molestia; era un arma silenciosa. La energía de la Conjunción no solo confundía, sino que desorganizaba las señales más vitales de la red, como la ubicación de los Nidos y el llamado de la Travesía.

K’zar se dio cuenta del horror total: Los Visitantes, sin saberlo, no solo estaban terraformando el cuerpo físico de Vestra con gases y agua, sino que estaban destruyendo el alma psíquica del planeta con su propia biología y sus rituales íntimos. Su forma de perpetuar su propia vida estaba aniquilando la vida de los K’Tarr.

Mientras se arrastraba por la vena, con los Veslings a cuestas, K’zar tomó una decisión. No podían simplemente huir. La presencia de los Viajeros, y el terrible acto de su Conjunción, haría imposible cualquier tipo de vida psíquica y, por lo tanto, biológica, para los K’Tarr.

La Travesía de la huida tenía que terminar. La guerra de paciencia había fracasado. Ahora, solo quedaba un camino: la Interferencia.

El K’Tarr tenía que encontrar un lugar donde la energía de la Conjunción pudiera ser canalizada y devuelta a los Viajeros, no como un narcótico, sino como un grito de advertencia. Tenía que encontrar una fisura de resonancia que amplificara la disrupción, obligando a los Viajeros a detenerse, o a irse, antes de que Vestra se convirtiera en un manicomio psíquico.


K’zar apretó los dientes, sintiendo cómo otra oleada de "alegría nerviosa" barría su mente. La supervivencia de su especie dependía de que él navegara a través del caos emocional del enemigo para encontrar la paz geotérmica de su hogar.


La Convergencia Silenciosa y el Consejo de Obsidiana

Once ciclos solares habían pasado desde la fuga de K’zar. Once ciclos de terror y adaptación.

En la superficie, los Viajeros de Arriba habían triunfado. La base metálica se había expandido hasta convertirse en una pequeña ciudad bajo cúpulas relucientes. El aire era ahora notablemente más denso, con nubes artificiales que flotaban donde antes solo había polvo. Los hidropónicos de la Dra. Thorne florecían, y los animales de granja, con sus graznidos y mugidos ajenos, habían reemplazado al silbido del viento. La terraformación era un éxito para ellos.

Bajo la superficie, el mundo era un infierno psíquico para los K’Tarr. Las constantes "Conjunción" de los Visitantes, amplificadas por la geología de Vestra, habían convertido la red psíquica en una cacofonía emocional. La Travesía se había detenido casi por completo. Los Ancianos luchaban por encontrar los Nidos, y la última generación de Veslings mostraba signos de trauma psíquico, incapaces de concentrarse en el silencio vital de la roca.

K’zar, sin embargo, había sobrevivido, transformándose. El escape lo había llevado a las Fosas de Calor más profundas, siguiendo el rastro ininterrumpido de K’Lax. Los tres Veslings, más grandes ahora y con sus propios ojos adquiriendo el brillo de la madurez, caminaban detrás de él. Habían aprendido a filtrar el ruido emocional del exterior, a encontrar un pequeño nicho de paz en el eco del calor geotérmico.

El destino final de su viaje de once ciclos era la Gran Falla, el punto de convergencia sísmica más importante del planeta, el lugar donde K’Lax había enviado su advertencia inicial.

Al llegar, K’zar se encontró en un abismo de roca incandescente. Las paredes del cañón eran de un rojo oscuro, atravesadas por vetas de un azul brillante, donde la energía tectónica y la red psíquica se cruzaban con la fuerza de un rayo. En el fondo, un río lento de magma brillaba con un fuego anaranjado, el corazón palpitante de Vestra.

Allí, en salientes rocosos que desafiaban la gravedad y el calor, estaban reunidos los K’Tarr.

No eran cientos; la población había disminuido. Eran quizás tres docenas, los supervivientes de los clanes errantes, los más antiguos y resistentes. K’Lax estaba en el centro, sentado en loto sobre una roca que se calentaba hasta el punto de brillar. Su piel no era terrosa como la de K’zar, sino de un marrón más oscuro, casi obsidiana, y de los orificios de su cabeza emanaban volutas púrpuras de Especia de forma constante, no como arma, sino como un escudo y un amplificador.

Era el Consejo de Obsidiana, una reunión que solo se convocaba cuando el destino de los Hijos de la Arena pendía de un hilo.

El aire en la Falla era silencioso. Las emociones de los Viajeros no podían penetrar esta profundidad. Era la primera vez en once ciclos que los K’Tarr sentían la paz de su propio ser.

K’zar se acercó a K’Lax, inclinando la cabeza en señal de respeto. Los Veslings, ahora jóvenes K’Tarr, se sentaron detrás de su protector.

K’Lax habló, su voz una resonancia profunda que vibraba a través de la roca, sin necesidad de palabras audibles:

"K’zar. Has visto el veneno de sus cielos y el veneno de sus cuerpos. Su Conjunción es el fin de la Travesía. No podemos vivir en el ruido de su emoción."

K’zar respondió, proyectando sus once ciclos de observación: "La Interferencia. Debemos devolverles su emoción, amplificada por nuestra roca, para que comprendan. Debemos mostrarles el alma de Vestra en su propio lenguaje."

Los otros Ancianos, sus grandes ojos fijos, asintieron en un movimiento lento y unificado. El plan ya estaba en marcha. La reunión no era para decidir, sino para ejecutar.

K’Lax señaló un punto en el río de magma, una fisura inestable.

"La Gran Falla tiene una capacidad de resonancia que excede nuestro control. Canalizaremos el flujo de su Conjunción. Devolveremos el terror de su propia euforia, mezclado con la agonía de Vestra."

El plan era arriesgado: un contraataque psíquico masivo. Utilizarían la energía de la Falla para capturar el ruido emocional de los Viajeros (las oleadas de sus Conjunción, mezcladas con el miedo de la terraformación), amplificarlo miles de veces, y devolverlo a la superficie a través de la red psíquica, impactando directamente en el sistema nervioso de los Visitantes.

Era un grito de guerra final, no con violencia física, sino con la verdad emocional amplificada. Un intento de hacer que los Viajeros sintieran, por un instante, la disrupción que habían infligido a todo un planeta.


El Consejo de Obsidiana se puso de pie, y los Ancianos comenzaron a caminar hacia la fisura, sus cuerpos preparándose para el esfuerzo psíquico que definiría el futuro de Vestra. La Convergencia Silenciosa había terminado. La era de la Interferencia había comenzado.

Comentarios

Obtuvo 0 de 5 estrellas.
Aún no hay calificaciones

Agrega una calificación

Your content has been submitted

bottom of page