top of page

Madame de Valois y la duquesa de satén azul

El Dique Roto de la Contención

El tocador de Madame de Valois se había sumido en un silencio tenso, roto solo por el suave susurro del satén de Marguerite mientras volvía a sentarse. El sol de la tarde había avanzado, proyectando sombras alargadas que parecían envolverla en la trama de su propio dilema. La Condesa de Villon ya no era la estratega imperturbable; era una mujer acorralada por una pasión que había usado como arma y que ahora se rebelaba.

Madame de Valois, siempre práctica, se inclinó hacia ella, sus ojos brillando con una mezcla de piedad y fascinación.

—Escuchadme, Marguerite. Un hombre como La Croix no entiende de notas corteses. Para él, sois un desafío, no una propiedad ajena. Si le enviáis un rechazo, lo verá como el último obstáculo, no como el final del camino. Su audacia, esa que os divierte, es precisamente su peligro. Él pensará que la resistencia es una formalidad a superar.

Marguerite asimiló la lógica fría. Su reputación era su moneda de cambio; si caía, arrastraría consigo el ascenso de su hermano y el estatus que tanto ansiaba.

—Entonces, ¿qué me sugerís? —preguntó Marguerite, su voz apenas un hilo.

La Estrategia del Desencanto

Madame de Valois sonrió, una expresión fugaz y afilada.

—No podéis enviarle una orden, debéis enviarle un desencanto. La Croix está enamorado de la idea de vos: la Dama de Satén Azul, inaccesible, el trofeo prohibido. Pero si ve la realidad de vuestro juego, la mecánica fría de vuestra ambición, el ardor se enfriará y lo convertirá en desprecio. Y el desprecio, ma chère, es más seguro que el afecto para mantener a un hombre a raya.

Marguerite alzó una ceja, la misma que su amiga había usado. La idea era tan arriesgada como brillante. Tenía que destruirlo para salvarse, pero sin dejar huella que la comprometiera.

—¿Y cómo lo hago? No puedo invitarlo a verme y luego revelarle mi falta de alma.

—Por supuesto que no. Los rumores lo harían correr antes de que lleguéis al altar. No, tenéis que manipular el escenario. El Capitán de La Croix exige un encuentro secreto, ¿no es así? Bien, dádselo. Pero que ese encuentro no tenga lugar en vuestro tocador, ni en un jardín escondido.

Madame de Valois se levantó y se acercó a un pequeño mueble donde guardaba pergaminos y una elegante caja de lacre.

—Sé que ha solicitado veros después del Baile del Cardenal, ¿verdad? En la biblioteca auxiliar del Duque, una estancia oscura y poco usada.

Marguerite asintió, su respiración contenida.

—Bien. Él esperará pasión furtiva. En cambio, vais a llegar tarde, muy tarde, y no sola. Vais a aseguraros de que os vea, aunque no os hable, en compañía de alguien cuya presencia le recuerde de manera brutal y humillante lo que él no es: fortuna, poder y desinterés.


La Elección del Espectador

El plan de Valois se desarrolló con la precisión de un reloj suizo. Marguerite debía hacer que La Croix se sintiera despojado, no de ella, sino de su sueño romántico, demostrando que ella era la negociadora, no la heroína.

—¿Y quién sería mi compañía? —preguntó Marguerite.

—No el Duque Armand, eso sería una declaración de guerra. Necesitáis a un hombre que proyecte un poder tan abrumador y desinteresado que reduzca a La Croix a un simple aspirante.

Madame de Valois deslizó un pergamino a través de la mesa. En él se veía un sello real, ligeramente deformado.

—Vuestro hermano, el que necesita el ascenso, ¿no tiene un mecenas? El Mariscal de Sevigné, el hombre más temido de la corte, cuya palabra es ley y cuya fortuna es inagotable.

Marguerite dudó. El Mariscal era un hombre anciano y sin escrúpulos.

—¿Y si me comprometo con el Mariscal?

—El Mariscal es demasiado poderoso para molestarse con rumores. Él solo ve conveniencia. Le vais a enviar una invitación para una "consulta confidencial" sobre el ascenso de vuestro hermano en la biblioteca auxiliar. Nada más. Haced que la reunión sea frívola, enfocada en los términos y los pagos. Haced que el Mariscal mencione en voz alta, y para el beneficio de cualquier oyente, que vuestro futuro con el Duque Armand es una "inversión sólida".

Marguerite vio la jugada: La Croix llegaría, lleno de ardor, esperando una confesión de amor prohibido. En su lugar, se encontraría con el Mariscal de Sevigné y oiría, de labios de la mujer que amaba, que su matrimonio era una transacción financiera, una inversión. El amor no estaría prohibido, sino que sería irrelevante.

El satén azul pareció menos lujoso, más como una armadura. Marguerite tomó la pluma.

—La pasión es para los libros, Madame —murmuró, firmando la nota al Mariscal con una caligrafía inquebrantable—. El poder es la única realidad.


En ese momento, la Dama de Satén Azul se permitió una última y pequeña crueldad: se aseguró de que en la nota al Mariscal, hubiese una mención casual sobre el joven oficial de caballería que "estaba a su entera disposición" en el baile, una manera sutil de recordarle al anciano su propia juventud perdida y, de paso, de sellar el destino de Monsieur de La Croix con un golpe maestro de desinterés.

El Encuentro en la Biblioteca

La noche del Baile del Cardenal era una marea de seda, encajes y miradas furtivas. Marguerite, enfundada en un vestido color marfil y oro (el satén azul lo había reservado para el tocador), bailó con el Duque Armand, forzando una sonrisa de tedio cortés. Lo soltó antes de la medianoche, permitiéndole a Armand su acostumbrado retiro anticipado por la excusa de un "malestar gástrico".

A la una de la mañana, la corte se había enrarecido. Marguerite se deslizó fuera del salón principal, no hacia el jardín como La Croix esperaba, sino hacia la biblioteca auxiliar, una estancia sombría y polvorienta reservada para los concilios discretos. Llevaba su cartera de mano, en la cual había guardado, de forma ostensible, un pliego de cuentas y un contrato de venta de tierras.

El Mariscal de Sevigné estaba ya allí. Era un hombre macizo, con ojos acuosos que lo veían todo y un anillo con un gran zafiro que reflejaba la escasa luz de la única vela encendida. Estaba de espaldas a la entrada principal, examinando una edición encuadernada en cuero.

—Condesa —saludó el Mariscal con un tono que no admitía afecto, solo negocios—. Vuestro hermano merece el ascenso; sus servicios en la frontera son invaluables. Hablemos de la inversión.

Marguerite se sentó en un sillón de cuero frente a él con las piernas abiertas deliberadamente dejando sus partes íntimas visibles.

—Mariscal, sois un ángel. El Duque Armand y yo deseamos asegurar la posición de mi casa antes de la unión por eso no dudaré en limpiar su sable. Necesito que se mencione el ascenso de mi hermano en la próxima junta de guerra. Es un pequeño gesto que consolida mi... seguridad.

—La seguridad tiene un precio —replicó el Mariscal, bajandose los pantalones.

La Puesta en Escena

Justo entonces, la cerradura de la puerta chirrió. Monsieur de La Croix entró, una silueta impaciente, envuelta en una capa oscura y con la respiración agitada. Había corrido desde el jardín. Se detuvo en seco al ver la escena: Marguerite, inmaculada en su vestido de oro, y el Mariscal, una mole de poder con el culo al aire.

La Croix se había preparado para un encuentro de pasión clandestina. Encontró, en su lugar, la fría atmósfera de una negociación.

Marguerite le dedicó una mirada fugaz y helada, la de una anfitriona que ha sido interrumpida por un sirviente descuidado. Luego, se dirigió al Mariscal de nuevo, con una voz perfectamente audible, casi didáctica.

—Como os decía, Mariscal, los cimientos de mi casa deben ser fuertes. Mi matrimonio con el Duque Armand es una inversión sólida. Su posición y mis tierras crean una entidad inexpugnable. El afecto, si llega, es solo un afortunado excedente.

El Mariscal, dándose cuenta del juego de Marguerite, no pestañeó. Miró a La Croix, le dedicó una sonrisa condescendiente y luego se dirigió a Marguerite con voz profunda:

—Por supuesto, Condesa. La pasión es una niebla. El contrato es el muro que resiste la tormenta. Si vuestro hermano recibe el ascenso, vuestro futuro con Armand es irrefutable. Ya veo por qué os interesa tanto la solidez, jajaja!

La Croix estaba pálido, la capa se deslizó de sus hombros. Los poemas que había memorizado para declararle su amor se habían congelado en sus labios. No era el esposo a quien le había robado el afecto; era un socio comercial a quien le había interrumpido una junta de negocios. Marguerite no era una amante, sino una capitalista.

Marguerite terminó la humillación levantándose, dirigiéndose a La Croix con un tono neutro, el de quien despacha un encargo menor.

—¡Oh, Monsieur de La Croix! Habéis entrado sin hacer ruido, qué susto. Perdonad. Debo haberos confundido con el mozo. El Mariscal y yo estábamos a mitad de una transacción esencial para la estabilidad de mi casa.

El Precio de la Realidad

La Croix no pudo hablar. Su osadía se había desvanecido, aplastada bajo el peso del zafiro del anillo del Mariscal y la indiferencia calculada de Marguerite. Comprendió el mensaje: no era una rival para el Duque, ni siquiera un peligro; era un detour insignificante en el camino de seda de la Condesa.

—Buenas noches, Condesa —murmuró La Croix, inclinándose con una formalidad forzada, la máscara de su ardor rota. Se retiró tan silenciosamente como había entrado.

Marguerite no lo vio partir. Sus ojos permanecieron fijos en el Mariscal, asegurándose de que la transacción por el ascenso de su hermano continuara con la seriedad debida. Había preferido el desprecio a la desgracia.

Al día siguiente, La Croix pidió una transferencia al regimiento fronterizo más remoto. No envió ni una nota de despedida.

Marguerite de Villon se casó con el Duque Armand de Beauvillon con una paz que confundió a la corte. Su virtud y su honor quedaron inmaculados. La Condesa, ahora Duquesa, no solo reinaba en su casa, sino sobre su propia reputación. Sin embargo, a veces, al tocar el satén de sus vestidos, se preguntaba: ¿Qué había sido más frío, la contención activa que prometió al Duque, o el desencanto brutal que le dio a La Croix? ¿Y qué precio pagaría a largo plazo por haber eliminado la pasión de su ecuación?


¿Preferiría Madame de Valois, conocedora de la corte, que la Duquesa se arriesgara a una indiscreción para aliviar la monotonía de su matrimonio, o la felicitaría por su perfecta victoria estratégica?


La Reflexión de la Cueva de Terciopelo

Días después de la boda, la recién nombrada Duquesa de Beauvillon (la Condesa Marguerite se había disuelto en su nuevo título) visitó a Madame de Valois en su "cueva de terciopelo". El aire era denso con incienso y secretos. Marguerite, ya sin el satén azul de la estrategia, vestía una pesada seda color burdeos, el color del poder establecido.

Madame de Valois estaba probándose unos pendientes de diamante, ignorando con gracia a su doncella. Cuando vio a Marguerite, su sonrisa se expandió, no con calidez, sino con la satisfacción del estratega cuyo plan ha funcionado.

—Marguerite. ¡La Duquesa! Es un sonido hermoso, ¿no creéis? Y vuestro hermano... he oído que ya lleva galones de coronel. Una victoria impecable.

Marguerite se sentó, sintiendo el peso de su nueva posición. El Duque Armand era exactamente como lo había calculado: un hombre bondadoso, pero aburrido, cuya mayor pasión era la contabilidad. Su vida con él era una fortaleza, pero una fortaleza notablemente silenciosa.

—Todo ha salido a la perfección, Madame. La Croix ha desaparecido. Armand es... manejable. Mi seguridad está garantizada.

—La seguridad —repitió Valois, ajustándose el pendiente—. Es el colchón más firme, pero no el más suave.

Marguerite la miró, anticipando la crítica, o tal vez, el desafío.

—¿Creéis que me he excedido en la frialdad?


El Juicio de la Confidente

Madame de Valois dejó caer sus manos y se dirigió a Marguerite, su tono se volvió serio.

—Mi querida Duquesa, os felicito por vuestra victoria estratégica. Fuisteis impecable. Usasteis la ambición de un Mariscal para sofocar la pasión de un oficial. Vuestra reputación está más blindada que el Banco Real. Si yo fuese el juez de la virtud, os daría la máxima distinción.

Hizo una pausa, tomando una copa de vino.

—Pero no soy el juez de la virtud; soy la cronista de esta corte. Y como cronista, os advierto: habéis resuelto un problema a corto plazo, pero habéis creado uno a largo plazo.

—¿Y cuál es ese problema?

—Que habéis demostrado ser la mujer más peligrosa de la corte: la que no tiene corazón que perder. Cuando una mujer elimina la pasión de su ecuación, ¿qué queda, salvo el cálculo? Y el cálculo es tedioso, Marguerite, incluso para el más ambicioso.

Valois bebió un sorbo y sonrió con malicia.

—La corte espera ahora de vos una vida modélica, una perfección de esposa y señora. Pero yo os conozco. La misma audacia que os llevó a jugar con La Croix os castigará en vuestro matrimonio. Vuestra mente brillante se aburrirá de contar los ingresos de vuestro esposo y las costuras de vuestros vestidos.


La Sombra de la Audacia

Marguerite sintió una punzada de verdad. El Duque era predecible; su vida, un patrón fijo. El peligro había sido un estimulante, y ahora se había ido, sustituido por el orden inmutable.

—¿Me sugerís que busque otro... "juego de salón" para aliviar la monotonía? —preguntó Marguerite, con un dejo de cinismo.

—Os sugiero que recordéis quién sois —replicó Valois—. El peligro no es que perdáis la reputación, sino que os perdáis a vos misma en esta vida de seda y tedio. La Duquesa de Beauvillon debe ser impecable, sí. Pero la Duquesa es también la reina de su esfera social. Tenéis el poder de mover piezas mucho más grandes que un simple oficial.

Valois se acercó y le susurró:

—Vuestro esposo es el jefe de la Real Hacienda, ¿no es así? Un puesto que da acceso a cada secreto financiero de este reino. Ahora que tenéis la seguridad, usad la mente que ha aplastado a La Croix para reinar en el juego de verdad. El peligro no tiene por qué ser el romance, Marguerite. Puede ser la política, la influencia, la información.

Marguerite sintió el latido de su ambición, más fuerte que el de cualquier pasión. El Mariscal de Sevigné le había recordado que ella era una puta; Valois le recordaba que ella era una estratega. El aburrimiento, la amenaza real, se disipaba.

—¿Y qué opina el Duque sobre que su esposa se interese por sus... libros de cuentas?

Valois se rio, una risa seca y baja.

—Nada, si se lo presentáis como una "ayuda doméstica" para aligerar su carga. Los hombres, Marguerite, quieren sentir que son necesitados. Convertíos en la mano invisible detrás de su poder. El peligro no es el adulterio, sino la sedición contra el tedio.

Marguerite se puso de pie, su rostro reflejando una nueva y peligrosa resolución. Había renunciado a la pasión, pero no al poder.

—El juego ha cambiado, Madame. Y soy una jugadora que siempre aumenta la apuesta.


La pregunta que ahora consumía a la Duquesa era: ¿Podría la intriga palaciega de alto nivel, la gestión de secretos de Estado, llenar el vacío que la audacia de Monsieur de La Croix había dejado atrás?


La Nueva Apuesta: Influencia y Cifras

La Duquesa de Beauvillon, Marguerite, tomó el consejo de Valois no como una sugerencia, sino como una nueva estrategia de asalto. La monotonía del matrimonio con Armand se convirtió en el escenario perfecto para su ascenso. Ella se transformó en la secretaria oficiosa de su esposo, no en el tocador, sino en la oficina, bajo la excusa de protegerlo del fraude.

Armand, halagado de que su bella esposa mostrara interés por sus aburridas cifras y presupuestos, le dio acceso sin restricciones a los libros de la Real Hacienda. Marguerite no buscaba el dinero, sino los secretos que el dinero compraba. Descubrió una red de favores, sobornos y deudas que tejían la verdadera tela del poder en la corte. El Duque era el administrador, pero ella se convirtió en la analista de los hilos invisibles que movían el reino.

El Mariscal de Sevigné, a quien ella había pagado con éxito por el ascenso de su hermano, era un punto clave en esta red. Su influencia no solo era militar; era el principal acreedor de varios ministros y, lo más importante, del Tesorero Real, un rival directo de Armand.


El Retorno a la Biblioteca

Seis meses después de la boda, Marguerite orquestó un segundo encuentro con el Mariscal de Sevigné, esta vez sin la coartada de su hermano. La citó de nuevo en la biblioteca auxiliar, pero a una hora más avanzada y con una diferencia crucial: ella no vestiría de seda o encaje, sino de un austero, pero muy elegante, traje de terciopelo gris marengo, el uniforme de la seriedad.

El Mariscal llegó, sus ojos de nuevo reflejando el cálculo, pero también una nueva curiosidad. Marguerite ya no era la Condesa que buscaba una transacción; era la Duquesa que controlaba la información.

—Mariscal, gracias por venir a esta hora tan inconveniente —dijo Marguerite, colocando sobre la mesa no contratos de tierra, sino una pila de documentos sellados.

—Duquesa. Vuestra reputación de rigor es merecida. Espero que esta "consulta confidencial" valga el riesgo.

Marguerite no sonrió. Señaló el primer pliego.

—Esto, Mariscal, es una auditoría interna no oficial. Muestra que vuestro principal deudor, el Tesorero Real, ha malversado fondos destinados a la campaña militar. Una información que, si se hace pública, le costaría la cabeza. Y a vos, una fortuna.

El Mariscal no pestañeó. Había pasado de ser el cazador de la corte a ser el cazado.

—¿Y qué deseáis, Duquesa? El precio de esta información.


El Pacto de la Alcoba Estratégica

Marguerite no pidió dinero ni ascenso. Miró directamente al Mariscal, cuyo poder la había salvado de La Croix, y vio la autoridad pura que tanto había admirado. Ella había aplastado la pasión por la seguridad, y ahora buscaba un sustituto al tedio en la forma de la dominación intelectual.

—No quiero vuestro dinero, Mariscal. Quiero vuestro sable en mi boca ahora mismo. He de convertirme en la voz de mi esposo en la corte, pero carezco del conocimiento de los resortes internos. Quiero que seáis mi... mi amante.

El Mariscal se echó a reír, un sonido ronco y áspero que llenó la habitación.

— ¿Me convocáis a medianoche para que os folle?

—No, Mariscal. Os convoco para que comprendáis que soy la única persona que conoce vuestra debilidad y, más importante, que tiene la disciplina para no explotarla. Quiero aprender el juego, y quiero que me abráis las puertas que ni el título de Duquesa puede. Quiero que me enseñéis a reinar de verdad.

El Mariscal se puso de pie, su gran sombra cubriendo a Marguerite.

—Sois una mujer fascinante, Duquesa. Habéis matado el corazón por la estrategia.

—Y me he convertido en invulnerable —replicó Marguerite, alzando la barbilla.

El Mariscal se inclinó hacia ella. Su voz era un susurro gutural, de nuevo cargado con la audacia que La Croix había perdido, pero ahora respaldada por un poder real.

—La tutoría puede ser una cosa muy íntima, Duquesa. Un intercambio de conocimiento que a menudo requiere... confianza total. Un lazo que trasciende las palabras.

Marguerite no se inmutó. La frialdad que había utilizado para extinguir la pasión de La Croix era ahora un escudo y un arma. Ella no sentía deseo, solo el desafío intelectual. Sabía que este hombre no buscaba amor, sino una alianza de mentes, sellada con el riesgo. El acto de la alcoba con el Mariscal no sería un encuentro de pasión, sino el sello de un contrato de poder entre dos estrategas.

—Si la intimidad garantiza la lealtad y el conocimiento, Mariscal, entonces consideradlo parte de la inversión.

Marguerite se levantó. Su cuerpo de seda gris era una ofrenda fría. Había cambiado el juego de salón por el juego de alcoba, y lo hacía no por un ápice de emoción, sino para obtener la llave de la verdadera corona: la influencia en la sombra.


¿Podrá Marguerite mantener esta gélida corrección en un juego donde el Mariscal no solo la instruirá en política, sino que pondrá a prueba los límites de su invulnerabilidad emocional?


La Apertura del Archivo Secreto

El acuerdo entre Marguerite y el Mariscal de Sevigné se estableció con la frialdad de una cláusula contractual. Las "lecciones" comenzaron. La biblioteca auxiliar se convirtió en su sala de guerra. El Mariscal, en lugar de enseñarle de historia o literatura, desgranaba los secretos de la financiación de la guerra, la venta de títulos nobiliarios y los hilos de lealtad en el Consejo Real.

Marguerite absorbía cada detalle, su mente, antes dedicada a la contención social, ahora se aplicaba al análisis político. A su vez, ella le proporcionaba al Mariscal la información financiera que solo el acceso a los libros de Armand le permitía. Ella era su arma de doble filo: una fuente de inteligencia crucial y un riesgo delicioso.

Con cada noche de tutoría, la tensión entre la mente de Marguerite y el poder puro del Mariscal crecía. Los besos no eran actos de deseo, sino sellos de un pacto. El Mariscal de Sevigné no buscaba su afecto; buscaba profanar la impecable reputación que ella había construido tan minuciosamente, haciéndola cómplice de algo más peligroso que la pasión: la traición política.


El Incidente del Cuarto Oscuro

La noche en cuestión no era diferente. El Mariscal había llegado a la biblioteca con un mapa del reino, señalando las guarniciones que el Tesorero Real había descuidado. Marguerite, con un candelabro en mano, inclinaba su cabeza, el terciopelo gris marengo rozando el pesado brocado del Mariscal.

La conversación había derivado en cómo el Duque Armand podía ser manipulado para apoyar una nueva ley fiscal, beneficiosa para ambos. En medio de esta conspiración, el Mariscal la tomó por la barbilla.

—Sois fría, Duquesa. Vuestro intelecto es una espada de hielo. Pero recordad que hasta la Reina de las Nieves necesita el fuego para derretir su armadura. Vuestro Duque os aburre. Yo os enciendo.

Y por primera vez, Marguerite sintió un temblor que no era por estrategia. No era la pasión ardiente de La Croix, sino el estremecimiento de estar al borde de una caída con el hombre más poderoso, y el más peligroso. Su corazón, antes dedicado al cálculo, latía con el pulso del riesgo supremo.

Cuando el Mariscal la empujó suavemente contra la pared revestida de libros, el acto ya no fue un sello, sino una ruptura. El terciopelo gris se arrugó, los papeles se deslizaron de la mesa, y el candelabro rodó sobre una alfombra, dejando la habitación en la semioscuridad que solo la luna que se colaba por los pesados cortinajes del balcón iluminaba.


La Reputación Destrozada

El ruido de la caída del candelabro, sin que ellos lo supieran, había alertado a un sirviente. Este, creyendo que se trataba de un ladrón, había corrido a despertar al único hombre en la casa con una autoridad incuestionable: el Duque Armand.

El Duque, vestido con su bata de noche y con el cabello revuelto, llegó a la biblioteca, seguido por su mayordomo que portaba una lámpara de aceite. Abrió la puerta sin llamar.

La escena que encontró fue cruda y definitiva. A la luz incierta, se veía a su esposa, la impecable Duquesa de Beauvillon completamente desnuda con un hombre que no era su esposo, pero también el hombre más poderoso de la corte. El traje de terciopelo de Marguerite estaba tirado en el suelo, y la expresión de su rostro no era de terror, sino de una conmoción mezclada con un peligroso arrepentimiento.

El Mariscal de Sevigné reaccionó primero. Soltó a Marguerite, pero no se inmutó. Su rostro era una máscara de desafío.

El Duque Armand, el hombre que había valorado más la seguridad que la pasión, se quedó paralizado. No gritó, no blandió una espada. Su voz, cuando finalmente habló, era un susurro devastado, más preocupado por el contrato roto que por el corazón herido.

—¡Marguerite! El Mariscal... ¿Qué significa esto? Hemos perdido... ¿Hemos perdido la solidez?

La Duquesa de Beauvillon, la estratega del satén azul, se puso la mano en el pecho, sintiendo el aire frío en su piel. Había evitado el escándalo por amor propio, solo para hundirse en la ruina total por el amor al poder. El miedo la inundó, no por el Mariscal, ni por Armand, sino por la absoluta pérdida de control sobre su propia vida y reputación.

El Mariscal, al darse cuenta de que Armand era un rival político más que un marido ultrajado, decidió actuar.

—Duque —dijo el Mariscal, con una voz alta y autoritaria—. Esta no es vuestra esposa, sino una conspiradora. Estábamos discutiendo sobre el Tesorero Real, cuya insolvencia ella intentaba ocultar. Estáis ciego, Duque. Vuestra esposa está arruinando vuestra casa.

El Mariscal había transformado el adulterio en traición, un crimen mucho más grave a ojos de la corte.


¿Aceptará Marguerite la narrativa del Mariscal para salvar su cuello (aunque implique destruir el honor de Armand), o por fin su corazón helado se quebrará para enfrentar las consecuencias de su ambición?


El Último Contrato: Traición o Devoción

El silencio en la biblioteca era más pesado que el terciopelo. La luz parpadeante de la lámpara del mayordomo proyectaba la sombra de la estantería sobre los tres personajes, transformando la escena íntima en un sombrío juicio.

El Duque Armand, el hombre que había valorado el contrato por encima de todo, miró la cara de Marguerite. No había en ella pasión, sino el terror del cálculo fallido.

—¡Conspiradora! —rugió el Mariscal, girándose hacia Marguerite—. ¡Decidle a vuestro esposo la verdad sobre el Tesorero! Decidle que estabais aquí para informarme, no para... para deshonrarlo.

Marguerite entendió la jugada del Mariscal de Sevigné. Había transformado su propia audacia en una coartada perfecta. Al acusarla de traición política, convertía el adulterio en un medio menor hacia un fin mayor (y más defendible en la corte): exponer la corrupción. Si ella lo negaba, el Mariscal la destruiría con la verdad del encuentro íntimo. Si ella lo afirmaba, salvaría su vida, pero condenaría la reputación de Armand como un marido ciego y un ministro incompetente.

Por un momento fugaz, la Condesa que había despreciado la pasión y el afecto consideró la opción más fría: aceptar el pacto del Mariscal y destruir a su esposo para salvarse.

La Falla en el Escudo

Pero entonces, Marguerite miró al Duque Armand. No era el hombre insípido que había desposado; era el hombre que le había ofrecido seguridad, la base sobre la cual ella había construido su ambición. Su rostro no mostraba rabia, sino una pena profunda, la de un hombre que ve cómo su inversión sólida se desmorona.

Y en ese instante, Marguerite sintió algo que se parecía peligrosamente a la lealtad. El Mariscal de Sevigné, en su arrogancia, la había usado, pero Armand, en su simpleza, le había dado su confianza. El Duque Armand merecía el desprecio por su aburrimiento, pero no por su ceguera intencional.

Marguerite respiró hondo. Decidió jugar la última carta, una que rompía todas las reglas de su estrategia anterior: la confesión emocional.

—No, Mariscal —dijo Marguerite, su voz era sorprendentemente clara—. ¡Basta de mentiras!

Se volvió hacia su esposo, y por primera vez desde que se casaron, su mirada no fue calculada.

—Armand, perdonadme. El Mariscal miente. Estábamos aquí por... por mi propia vanidad y mi aburrimiento. Busqué la emoción y el poder que vuestra... vuestra dedicación al deber no me ofrecía.

Se acercó a él, y con un gesto desesperado, tomó su mano.

—No hay traición política, solo deshonra conyugal. El Mariscal me prometió acceso a los secretos y a la influencia, y yo, en mi ambición, acepté un trato que me ha arrastrado a la ruina. Me he dejado seducir por el peligro, no por la conspiración.

La Reacción Imposible

El Mariscal de Sevigné se quedó estupefacto. Había esperado la negación o la aceptación de su narrativa política. No la confesión personal, el único acto que lo dejaba sin defensa contra el honor de un hombre herido.

El Duque Armand sintió un temblor en su mano. La sinceridad forzada de Marguerite no era la pasión que ella había reprimido, sino la verdadera desesperación.

—¡Armand! —continuó Marguerite, su voz ganando fuerza—. ¡Estaba celosa de vuestra calma! Necesitaba sentirme poderosa de nuevo. Lo que ha pasado es mi culpa. El Mariscal solo se aprovechó de una esposa aburrida y ambiciosa. Él solo quería mi cuerpo, y yo solo quería su conocimiento.

El Mariscal, ahora bajo la luz de la lámpara, parecía un villano de teatro, atrapado en una farsa.

—¡Es una mentira, Duque! ¡Estábamos desenmascarando al Tesorero! —intentó el Mariscal, pero su voz ya no tenía autoridad.

Armand miró a su esposa. Ella había arriesgado su vida y su reputación para salvarlo de la infamia política. Él había querido una fortaleza, y ella, al confesar la verdad más humillante, le había dado la única cosa que su matrimonio no tenía: una verdad.

—Mariscal de Sevigné —dijo el Duque, su voz grave y final—. Por la gracia de Dios y del Rey, sois el hombre más influyente de esta corte. Pero esta noche, sois un ladrón en mi casa. Un hombre que se aprovecha de la vanidad de una mujer para deshonrar a su anfitrión.

Armand, con una dignidad que sorprendió a su esposa, llamó al mayordomo.

—Acompañe al Mariscal a la puerta. Y dígale a sus criados que esta noche ha estado aquí para una consulta tardía sobre los presupuestos. La Duquesa y yo hemos tenido un desacuerdo acalorado sobre la honestidad del Tesorero Real, que yo defenderé ante el Rey mañana.

Armand había elegido la narrativa de la seguridad una vez más. Había cubierto la deshonra conyugal con la disciplina financiera.

El Mariscal de Sevigné, sin poder argumentar contra el propio Duque que elegía defenderlo, fue escoltado fuera, humillado y desarmado por la única arma que nunca había sabido usar: la apariencia de la devoción incondicional.

El Amanecer de una Nueva Alianza

Cuando se quedaron solos, Marguerite se derrumbó en el sillón de cuero.

—Armand, os he arruinado. No os merezco.

El Duque la miró.

—Me habéis humillado, Marguerite. Pero me habéis elegido. Podríais haberme condenado al ridículo político y a la ruina financiera para salvaros. En su lugar, habéis arriesgado vuestra reputación entera por mí.

Armand no la besó con pasión. Simplemente tomó su mano y la miró a los ojos, una mezcla de dolor y respeto.

—Mañana por la mañana, presentaremos un frente unido. Vuestra confesión ha roto el contrato de nuestra gélida corrección. De ahora en adelante, sois mi esposa y mi aliada. La seguridad es la base, Duquesa, pero la confianza es la verdadera fortaleza.

Marguerite se dio cuenta de que había perdido el juego de la contención, pero había ganado un premio inesperado: un socio que la respetaba. Su aventura con el Mariscal había terminado en ruina, pero había forjado una alianza inquebrantable con su esposo. El juego no había terminado, solo había ascendido a un nivel donde el riesgo y la recompensa eran compartidos.

La Penitencia en el Sótano

El silencio de la biblioteca fue reemplazado por el eco de sus pasos sobre la piedra. La alianza inquebrantable que acababan de forjar se pondría a prueba no en la corte, sino en las profundidades de su propia casa. Armand guio a Marguerite por una puerta disimulada tras una estantería, revelando una escalera de caracol de piedra húmeda que descendía hacia el sótano.

La luz de la vela que llevaba Armand danzaba sobre las paredes, revelando la humedad y el frío. El aire olía a tierra y encierro. Al llegar al fondo, un pequeño arco de piedra se abría a una cámara más grande.

Allí, bajo una única lámpara de aceite, se encontraba un hombre. Estaba vestido completamente de negro, y un antifaz de terciopelo cubría la mitad superior de su rostro, ocultando su identidad.

La mente de Marguerite, recién liberada del cálculo político, se lanzó a un nuevo terror. No era una celda de castigo; era una cámara de sumisión.

Armand soltó su mano, y el hombre enmascarado se acercó a Marguerite. Ella no se resistió; el peso de su culpa y su confesión eran más vinculantes que cualquier cuerda.

Con una eficiencia fría, el hombre enmascarado ató las manos de Marguerite a una argolla de hierro incrustada en la pared. Luego, sin un ápice de pasión o crueldad, solo con la despersonalización del deber, rasgó las costuras del vestido de seda burdeos que ella llevaba, liberándola de la armadura social y dejándola expuesta, el traje de la Duquesa convertido en harapos a sus pies.

Marguerite sintió el frío de la piedra en su espalda y la humillación de su desnudez. La estratega del satén azul estaba, por fin, despojada de todas sus defensas.

El Precio de la Confianza

Armand tomó de las manos del hombre enmascarado un pequeño látigo de cuero fino, trenzado. Su expresión era sombría, pero controlada.

—Hacedlo —ordenó Armand al hombre enmascarado, con una voz que era extrañamente plana.

El hombre enmascarado no se movió. La orden, Marguerite se dio cuenta con un escalofrío, no era para el hombre, sino para Armand mismo.

Armand se acercó a su esposa. Ella cerró los ojos, preparándose para el dolor, pero también para la consumación de su castigo.

El primer latigazo fue suave, casi un susurro. La tira de cuero silbó y aterrizó sobre la suave carne de sus nalgas. No era un golpe para herir, sino para marcar.

—Esto —dijo Armand, su voz quebrándose ligeramente—, es el precio de la deshonra. Vuestra ambición casi destruye mi seguridad, nuestra casa, y vuestra vida. Vuestro cuerpo, Duquesa, pertenece ahora a la confianza que me habéis jurado.

El segundo golpe fue igual de suave, pero más largo, como un trazo de tinta.

—Cada herida —continuó Armand— es una penitencia por la sed de riesgo que habéis preferido a la paz. Me habéis dado la verdad, y yo os doy la corrección.

Marguerite mordió su labio, no por el dolor, que era leve, sino por la brutalidad de la inversión de poder. Había querido la dominación intelectual del Mariscal; ahora tenía la dominación física y emocional de su esposo.

El tercer golpe se sintió con más firmeza.

—La contención ha muerto, Marguerite. Pero la disciplina debe reemplazarla. No sois mi prisionera; sois mi aliada. Y las alianzas se construyen sobre la obediencia y la lealtad absoluta.

La Nueva Duquesa

Los latigazos continuaron. Eran metódicos, no apasionados, diseñados para humillar y recordar, no para mutilar. Marguerite sintió que el dolor físico era, de forma perversa, una liberación. Había sacrificado su orgullo y su cuerpo para salvar su alianza.

Cuando Armand se detuvo, el sótano volvió al silencio, roto solo por la respiración agitada de Marguerite. Había recibido una docena de suaves marcas.

Armand se acercó, dejó el látigo y desató sus muñecas. El hombre enmascarado, sin decir una palabra, se retiró a las sombras.

—La penitencia ha terminado, Duquesa.

Marguerite se giró, buscando su ropa.

—No. Vuestro vestido de seda ha muerto en el engaño. —Armand se acercó a un pequeño armario de madera, del cual sacó una simple túnica de lana gris, sin adornos.

—De ahora en adelante, llevaréis esta túnica en la intimidad. Es el uniforme de nuestra nueva alianza. Recuerda que sois mi esposa, mi igual en la corte, pero mi sierva en nuestra casa.

Marguerite se puso la túnica, sintiendo la tela áspera contra su piel marcada. Había perdido su satén azul y su terciopelo; había perdido su independencia. Pero había ganado algo más complejo: la complicidad con su esposo, sellada en el dolor compartido.

—Mi señor —dijo Marguerite, y la palabra era extraña en sus labios, pero cargada de la nueva verdad.

Armand la tomó de la mano y la guio escaleras arriba. Habían bajado a buscar el castigo; subían con una nueva arma. Mañana, la corte vería a una Duquesa arrepentida y a un Duque magnánimo. Pero en la intimidad, su relación sería la de un Maestro y su Alumna, unidos por un secreto que el Mariscal de Sevigné no podría ni imaginar.


El juego había terminado para la estratega social, y había comenzado para la disciplinada aliada.


La Resurrección del Satén Carmesí

El juego de la disciplina se instaló rápidamente en el hogar de Beauvillon. En público, Marguerite y Armand eran el epítome de la armonía. Él, magnánimo y confiado, ella, arrepentida y devota. El escándalo de la biblioteca se había disuelto en el rumor oficial de una "discusión acalorada sobre la ética fiscal". La Duquesa había defendido el honor de su casa con una confesión que, aunque humillante, había cimentado la lealtad conyugal.

Pero en privado, la túnica de lana gris era la norma. La sumisión de Marguerite no era un acto de amor, sino la aceptación de un nuevo contrato de poder, donde su cuerpo era la fianza de su ambición.

Un mes después, llegó la invitación a la gran gala del Duque de Valois, un evento crucial para la alta nobleza, y una oportunidad perfecta para demostrar el "frente unido" que habían prometido.

En su tocador, Marguerite desechó el sencillo traje de día. Su femme de chambre, que ahora la vestía con una reverencia más profunda, sacó de la guardarropa su última adquisición, un robe à la française diseñado para eclipsar a la propia Reina.

No era satén azul, el color de la frialdad estratégica, sino satén carmesí, profundo y rico, casi el color de la sangre o de la autoridad militar. Estaba bordado con hilo de oro y perlas, la falda sostenida por un panier que extendía sus caderas hasta dimensiones que dificultaban el paso. El corsé elevaba su busto y ajustaba su talle con una firmeza que recordaba el lazo de sus muñecas en el sótano.

Marguerite se miró al espejo. El vestido era una armadura de la más alta sofisticación, pero el verdadero cambio estaba en sus ojos. Ya no había la dureza de la contención, ni el pánico de la noche en la biblioteca. Había una calma de acero, la tranquilidad de quien ya ha tocado fondo y ha regresado con una nueva certeza.

El Triunfo del Frente Unido

Armand entró en el tocador. Vestía un traje de brocado oscuro que hacía juego con el carmesí de su esposa. Vio a la Duquesa, no solo hermosa, sino formidable. La silueta del vestido era una declaración de su inmaculado estatus social.

Armand no la elogió por su belleza, sino por su presencia.

—Sois la Duquesa que necesitábamos, Marguerite. Impresionante. El mundo verá la esposa cuyo único error fue ser demasiado ambiciosa por la rectitud de su esposo.

—El mundo verá a la mujer que ha sido corregida, mi señor —respondió Marguerite, sin un atisbo de burla, asumiendo su nuevo papel con una disciplina total.

En el baile, el efecto fue inmediato. El carmesí y oro de Marguerite era un faro. Las damas se inclinaban más bajo; los caballeros la miraban con una mezcla de admiración y un respeto nuevo, el que se tiene por alguien que ha sobrevivido a una caída y ha aterrizado de pie.

Mientras bailaba el minué con Armand, susurrando información crucial sobre la deuda del Tesorero Real, su mirada recorrió el salón. Sabía que su vestido era el símbolo de su absolución. El castigo privado había comprado su libertad pública.

El Encuentro Inevitable

Entonces la vio. Madame de Valois, elegante en un traje de plata, se acercó a ella con una sonrisa de lobo.

—Marguerite. ¡El carmesí! Es el color de la resurrección. Os habéis arriesgado a la ruina, y habéis regresado más rica que antes. Vuestro esposo es... admirablemente ciego.

—Mi esposo no está ciego, Madame —replicó Marguerite, con una voz baja y serena—. Él es estratégico. Ha cambiado el contrato de nuestra gélida corrección por el de la confianza absoluta. Y yo he aprendido que el único camino seguro hacia el poder no es la pasión, sino la disciplina total.

En ese momento, la música se detuvo. Al otro lado del salón, en un círculo de cortesanos, vio la figura masiva y autoritaria del Mariscal de Sevigné. Él la estaba mirando, y en su mirada no había ni deseo ni humillación, sino un nuevo reconocimiento. Sabía que la mujer que había intentado seducir y luego traicionar se había convertido en su igual.

El Mariscal le hizo una reverencia profunda, un gesto público de respeto que valía más que mil excusas.

Marguerite devolvió la reverencia, sintiendo el tirón del corsé y el peso del panier, recordatorios físicos de su penitencia. El juego había subido de nivel, y ella había encontrado un nuevo lugar para su audacia. La pasión estaba muerta, pero la intriga, la disciplina del poder, la había resucitado.

¿Qué nueva y peligrosa comunicación establecerá el Mariscal con la Duquesa, ahora que la sabe no solo ambiciosa, sino también sometida a una disciplina total por parte de su esposo?


La Danza de la Conspiración

El Mariscal de Sevigné, con la disciplina de un estratega que mide a su oponente, se acercó a Marguerite cuando el minué terminaba y la orquesta atacaba las primeras notas de una Contradanza, un baile más rápido y que permitía mayor cercanía.

—Duquesa —dijo el Mariscal, haciendo una inclinación formal que no llegaba a ser una reverencia.

—Mariscal —respondió Marguerite, extendiendo su mano envuelta en guante blanco.

Al juntar sus manos y comenzar la danza, la Duquesa sintió la fuerza implacable del hombre. La distancia social era mínima, el susurro era el único lenguaje posible en el torbellino de la música.

—Vuestro carmesí es una declaración, Duquesa —comenzó el Mariscal, sus ojos fijos en los de ella—. Habéis regresado de la ruina con la armadura más fina. Un triunfo de la voluntad.

—La voluntad solo prospera bajo la corrección, Mariscal. Un error es una lección costosa.

El Mariscal sonrió, y no fue la sonrisa condescendiente de antes, sino una mueca de respeto profesional.

—El Duque Armand es un tutor eficaz. Ha forjado un aliado temible en vos, eliminando vuestra única debilidad: la búsqueda de lo prohibido.

—Y vos, Mariscal, habéis perdido la única debilidad que os hacía accesible: la arrogancia.

La Duquesa había tocado un punto sensible. El Mariscal la había subestimado, y esa noche en la biblioteca había terminado en su humillación.

El Precio del Silencio

La danza los llevó a un giro que los apartó momentáneamente del centro del salón. El Mariscal aprovechó el ruido de los violines y el clamor social para acercar su boca al oído de Marguerite, y su voz se redujo a una vibración fría que ella sintió hasta los huesos.

—Duquesa, la noche en vuestra biblioteca no fue un accidente. Yo intenté seduciros, sí, para controlar vuestro acceso a los libros de Armand. Pero en ese acto, os salvasteis, y me condenasteis a mí.

—El Tesorero Real... —comenzó Marguerite.

—El Tesorero es un peón. Un gasto necesario —la interrumpió el Mariscal, el aliento caliente en su cuello. Su revelación no era de deseo, sino de una verdad que quemaba—. No os preocupéis por las malversaciones. Preocupaos por el destino del Reino.

El Mariscal apretó su mano sobre la de ella, un gesto de complicidad que ya no era lúbrico, sino mortal.

—El Rey —confesó el Mariscal, soltando el secreto sin preámbulos— está muerto.

Marguerite sintió que el panier se tambaleaba bajo el peso de la revelación. El rostro del Mariscal estaba a escasos centímetros del suyo, y su mirada no le permitía ninguna incredulidad.

—No en cuerpo, Duquesa, sino en voluntad. El veneno lento de la melancolía lo ha consumido. Está postrado y no firma un decreto en tres meses. La corte lo oculta, la Casa de Sangre lo niega, pero es la verdad.

—Imposible... el Príncipe Heredero...

—El Príncipe Heredero es un imbécil. Y la Regencia ha caído en manos de una facción de Duques del Sur, liderada por el Príncipe de Condé, que cree que la única forma de salvar la Monarquía es destruirla y refundarla con dinero extranjero.

La Condición del Mariscal

El Mariscal se separó de ella en un giro del baile, solo para volver a acercarse, susurrando la parte crucial.

—El Tesorero Real, vuestro esposo, ha estado financiando en secreto la reserva de guerra personal de Condé, usando un agujero negro en los presupuestos. Vuestro marido no estaba siendo un administrador; estaba siendo un traidor involuntario. Yo os acuso de conspiración esa noche para protegerme, pero ahora, me confieso.

Marguerite sintió el vértigo. Su pequeña intriga de salón se había escalado a una traición de Estado que involucraba a su esposo.

—¿Por qué me lo decís a mí? Sois su aliado.

—Porque el Príncipe de Condé me considera demasiado poderoso para la nueva regencia. Me va a purgar. Mi ejército será desmantelado y mis finanzas, incautadas. Condé no quiere aliados fuertes; quiere siervos.

El Mariscal le dedicó una última mirada cargada de urgencia mientras el baile los separaba por última vez.

—El Príncipe está organizando un Golpe de Estado en el Consejo. La única prueba de sus manejos financieros y de la traición de vuestro esposo está oculta en los libros que solo vos conocéis. Os he enseñado a ser ambiciosa, Duquesa. Ahora os digo que, para sobrevivir, debéis salvar la Monarquía.

La Mariscal continuó:

—Yo os daré la protección militar, pero vos debéis encontrar los números que prueban la traición. Si morimos, moriremos por la espada. Si ganamos, viviremos para reinar sobre las cenizas de esta corte. Pensad en esto, Duquesa: el Mariscal de Sevigné está pidiendo ayuda a la única mujer que no pudo doblegar. Nuestra alianza ha nacido en el castigo, pero se consumará en la traición a la traición.

La música terminó. El Mariscal de Sevigné se inclinó y la soltó. Los cortesanos aplaudieron sin sospechar que acababan de presenciar la conspiración más grande de su tiempo.


Marguerite regresó junto a su esposo, su rostro tranquilo y sereno, el carmesí en su vestido contrastando con la fría certeza que ahora tenía: su vida, su seguridad, y la de Armand, dependían de que ella se convirtiera en la contable de una revolución.


El Desvío Fatal

Marguerite se deslizó al lado de Armand, su rostro una máscara de calma perfecta. El Duque, siempre atento a la fachada social, no perdió tiempo en indagar.

—Parecéis enardecida, Duquesa —dijo Armand, su voz baja y severa, un recordatorio sutil de la disciplina del sótano—. Vuestro baile con el Mariscal fue excesivamente... entusiasta. ¿Ha intentado volver a confundir la contención con la promesa?

El corazón de Marguerite latía con el ritmo del secreto de Estado que llevaba en el pecho. Sabía que un solo error en la respuesta podría delatar la traición política, que era un peligro mil veces mayor que el adulterio. No podía decirle a Armand que el Mariscal le había revelado la conspiración de Condé ni la verdad sobre la "muerte" del Rey. La única manera de proteger la información crucial era con el antídoto de la verdad conyugal.

Marguerite apoyó su mano enguantada en el brazo de Armand, y su mirada se volvió deliberadamente pesada, cargada de una intimidad calculada que nunca se había permitido antes en público.

—Mi señor... —susurró, inclinándose justo lo suficiente para que solo él pudiera escuchar, su aliento acariciando su oído.

—El entusiasmo, Armand, no era por el Mariscal. Era por vos.

La Seducción Como Escudo

Armand frunció el ceño, confundido por el cambio de tema.

—¿Qué decís? Explicad vuestra ligereza, Duquesa.

Marguerite giró su copa de vino, sin beber. Su voz bajó aún más, adoptando un tono de confesión lasciva diseñado para desarmar su disciplina con la verdad de su propia sumisión.

—El Mariscal es un hombre de un poder abrumador. Al bailar con él, al sentir su mano sobre mi espalda, mi mente no pensaba en los Presupuestos Reales. Pensaba en la noche en el sótano.

Marguerite elevó su mirada hasta la de él, una súplica intensa de la Duquesa que era, en la intimidad, su sierva disciplinada.

—El Mariscal me recordó lo alto que estaba mi orgullo, y cuán bajo caí por vuestra corrección, mi señor. Y el recuerdo de la disciplina que me impartisteis me encendió más que cualquier cumplido vacío que él pudiera ofrecerme. Me sentí vuestra, completamente vuestra, con el peso de la túnica gris bajo este ridículo carmesí.

Ella apretó su brazo, con la intensidad de la mentira convertida en verdad íntima.

—Él me prometió el poder de la corte; vos me disteis el poder sobre mí misma, a través del castigo. El entusiasmo, Armand, era por el conocimiento de que, en cuanto salgamos de aquí, regresaré a la única persona que tiene derecho a despojarme de este vestido.

El Sello de la Nueva Alianza

El efecto en Armand fue inmediato y profundo. Su rostro se suavizó, el rigor dando paso a una posesividad que no era política, sino personal. Marguerite había golpeado justo en el centro de su nueva fortaleza: su control sobre su Duquesa.

Para Armand, la confesión era la prueba definitiva de su éxito. Había dominado la ambición de su esposa, transformando la deshonra en obediencia. El juego de seducción de Marguerite había sido fatalmente efectivo, desviando su atención de la alta traición política a la baja traición de la carne, que él ya había castigado y poseído.

Armand cubrió la mano de ella con la suya, un gesto público de propiedad.

—Basta de conversaciones sobre el Mariscal, Duquesa. Habéis demostrado que vuestro juicio, aunque arriesgado, es leal.

Y luego, inclinándose, le susurró al oído con la voz recuperada del amo:

—Terminaremos esta farsa social pronto, Marguerite. La túnica gris os espera. Ahora, volvamos a la luz, donde el mundo vea a la esposa más disciplinada de la corte.


Marguerite sonrió, y esta vez, la sonrisa era sincera. Había comprado su seguridad con la moneda de la sumisión conyugal. Ahora, con la lealtad de Armand asegurada por su propia vanidad y con la información explosiva del Mariscal en la mente, estaba lista para reinar. Había esquivado la bala de la conspiración, cubriéndola con el velo de la sumisión erótica. La guerra política comenzaría al amanecer.

ree

El Amanecer de la Guerra Silenciosa

El carruaje del Duque y la Duquesa de Beauvillon los devolvió a su palacio bajo el primer brillo gris del amanecer. La corte aún dormía, ignorante de que un Rey moribundo y un complot de Regencia habían sido el telón de fondo de su fiesta nocturna.

En cuanto la puerta del palacio se cerró, la máscara de seducción de Marguerite cayó. Subieron directamente a la oficina de Armand, evitando los aposentos. La disciplina conyugal podía esperar; la supervivencia política no.

Armand, aún embriagado por la confesión de su esposa, se despojó de su brocado.

—Ahora, Duquesa. Al fin, a la intimidad. Vuestra recompensa os aguarda—dijo, con un brillo posesivo en los ojos.

Marguerite no se inmutó. La túnica gris era su uniforme, pero en ese momento, su mente vestía la armadura carmesí de la estrategia.

—El látigo deberá esperar, mi señor —dijo Marguerite, cerrando la puerta con llave—. Hemos entrado en una guerra. Y vos sois el objetivo principal.

Armand se detuvo, su expresión de placer dando paso a la perplejidad.

—¿Guerra? ¿De qué habláis, Marguerite?

La Revelación en el Silencio

Marguerite se dirigió directamente al escritorio, el corazón de la Real Hacienda, y señaló los grandes libros de cuentas.

—El Mariscal de Sevigné, en medio de su... fervor, me confesó una verdad. Una que no tiene nada que ver con vuestro honor, sino con vuestra cabeza.

Ella le reveló, con un tono analítico que eliminó cualquier rastro de emoción o mentira, la información que llevaba desde el baile: la postración del Rey, la inminente Regencia del Príncipe de Condé, y la traición financiera que Armand había cometido sin saberlo.

—Condé está usando al Tesorero Real para desviar los fondos de la Corona y crear un ejército privado con dinero extranjero. Y vos, mi señor, le estáis dando acceso a las arcas. Sois el traidor involuntario en el corazón de la Monarquía. El Mariscal me advirtió porque Condé planea una purga que nos incluye a los dos.

Armand palideció. El financiero, que siempre había buscado la seguridad en las cifras, se enfrentaba a una conspiración donde las cifras eran la soga.

—¡Imposible! Yo solo sigo las órdenes. El Tesorero me presenta decretos firmados por el Rey...

—Decretos que no ha firmado el Rey —interrumpió Marguerite—. Si el Mariscal es un mentiroso, lo probaremos. Si no lo es, debemos actuar antes de que el sol esté alto.

La Búsqueda del "Oro Negro"

El papel de Marguerite, la razón por la que el Mariscal se había arriesgado a confiar en ella, era su acceso y su genio analítico.

—¿Dónde buscaríais vos un rastro de dinero que financia una traición, mi señor?

Armand, presionado, volvió a su instinto de contable.

—Las partidas más grandes y discretas. Las subvenciones militares o los pagos de la deuda. Especialmente la deuda que nunca se paga, pero que sigue creciendo en los libros.

Marguerite se arrodilló junto al cofre de libros mayores. Encontró el registro que Armand había revisado mil veces: la deuda de la Corona con los proveedores de pólvora y municiones.

—Aquí está —dijo Marguerite, su dedo temblando al tocar la cifra—. Una partida que se triplicó el mes pasado bajo el concepto de "reserva estratégica del Norte". Pero la reserva del Norte se redujo hace seis meses.

—Es una orden directa, firmada... —empezó Armand.

—Por alguien imitando la firma del Rey. El Mariscal de Sevigné no es un noble leal, es un mercenario. Pero Condé es un enemigo peor. Necesita ese dinero. Necesita que vos, Armand, sigáis siendo el administrador ciego.

Marguerite se puso de pie, su rostro reflejaba la fría resolución de su nueva disciplina.

—El Mariscal nos dio la información, pero él buscará salvarse. Nosotros no confiaremos en él. Nosotros salvaremos la Monarquía para salvarnos a nosotros mismos.

Armand la miró, no como a una esposa, sino como a su única esperanza. Su corazón de contable se había rendido ante la Duquesa que lo había traicionado y luego salvado.

—¿Qué hacemos, Marguerite? El Consejo se reúne al mediodía. Condé estará allí.

—Al mediodía, Condé presentará su moción de Regencia, citando la "incapacidad" del Rey y la "necesidad de reformar la Hacienda". Y antes de eso —dijo Marguerite, recogiendo un pequeño pliego de documentos—, presentaremos la prueba de que el Tesorero ha estado financiando la traición del Príncipe.

Marguerite no iría al Rey, sino a la única persona que se beneficiaría de la caída de Condé: Madame de Valois, la cronista de la corte y la verdadera reina de las intrigas, la misma que le había aconsejado buscar el poder en las cifras.


—La guerra ha comenzado, mi señor. Y nuestra primera batalla se libra con tinta y papel.

El Mensaje a la Araña

La luz del amanecer apenas se filtraba por las ventanas cuando Marguerite, enfundada en un sencillo vestido de lana oscura para pasar desapercibida, se deslizó fuera del palacio con la pila de documentos comprometidos. Armand se quedó atrás, simulando una migraña para evitar la reunión matutina del Consejo y ganar tiempo.

Marguerite no se dirigió a Versalles, sino a la discreta mansión parisina de Madame de Valois. La "cueva de terciopelo" era el único lugar donde la información, una vez liberada, se propagaría con la velocidad y la malicia necesarias para contrarrestar a Condé.

Madame de Valois la recibió en su salón, rodeada de sus habituales instrumentos de poder: mapas de alianzas, correspondencia cifrada y una copa de chocolate caliente.

—Duquesa —saludó Valois, sin mostrar sorpresa por la hora ni por el nerviosismo palpable de Marguerite—. ¿Un asunto de honor, o de Estado?

—De vida o muerte, Madame —respondió Marguerite, extendiendo los pliegos de papel sobre la mesa de ébano—. El Rey está incapacitado. Condé planea un golpe. Y estos números prueban que el Tesorero de Beauvillon (mi esposo) estaba financiando a los traidores involuntariamente.

Madame de Valois examinó las cifras con una concentración febril. Sus ojos se movían rápidamente sobre las partidas infladas de pólvora y las firmas falsificadas.

—Magnífico —murmuró, con una admiración que no era por la Duquesa, sino por el juego—. Habéis cambiado el aburrimiento conyugal por la sedición. Una elección audaz.

—Necesito que esta información llegue al Consejo de Regencia, no a través de un canal oficial, sino como un murmullo venenoso que socave a Condé antes de que pueda presentar su moción.

—Y el Mariscal de Sevigné, ¿dónde encaja él? —preguntó Valois, levantando una ceja.

—Él es el espadachín de nuestra causa. Nos ha dado la verdad porque Condé lo amenaza. Pero él es un aliado inestable. El golpe debe parecer una revelación de la lealtad, no una intriga de Sevigné.

La Carta al Duque de Orléans

Madame de Valois no perdió el tiempo en debates. Se sentó en su escritorio de marquetería y tomó una pluma, no para escribir un informe oficial, sino una carta personal, usando la caligrafía sofisticada y serpentina que solo ella poseía.

No se dirigió al Consejo de Regencia, sino al Duque de Orléans, el pariente de sangre del Rey más cercano, un hombre hasta ahora marginado y considerado demasiado pusilánime para la política, pero que tenía el derecho legal a la Regencia si Condé caía.

Valois selló la carta con su sello personal, que representaba una araña tejiendo una red.

El contenido era simple y devastador:

> A Su Alteza Real, Monsieur el Duque de Orléans.

> Mi Señor,

> Vos que sois el pilar de la lealtad y el honor de la Casa, debéis saber que la enfermedad del Rey, tan lamentable, ha abierto las puertas a la voracidad. El Tesorero de Beauvillon, manipulado por el Príncipe de Condé y por la avaricia extranjera, está desviando las reservas de guerra para financiar lo que parece ser una Regencia ilegítima.

> Los documentos que adjunto, obtenidos por la valiente discreción de la Duquesa de Beauvillon (la cual, debo añadir, ha redimido una reputación casi perdida por la más alta lealtad), demuestran que vuestra propia sangre está traicionando al Reino para servirse a sí misma.

> Si no intervenís ahora, mi Señor, para exponer estos números ante el Consejo y asumir vuestra justa posición, el silencio de vuestra lealtad será la ruina de nuestra Corona.

> El momento no es para la duda, sino para el coraje. El Rey espera. El Reino espera.

> Vuestra más humilde servidora en la luz de la verdad,

> Valois.

>

El Envío

Valois ató la carta a los pliegos de Marguerite con un hilo de seda negra. Llamó a su paje más rápido, un joven mudo conocido por su discreción y velocidad.

—Corred, muchacho —ordenó Valois—. Entregad esto directamente en manos del Duque de Orléans, antes de que el sol caliente las piedras del Consejo. Decidle que es un asunto de salvación.

El paje se desvaneció antes de que Marguerite pudiera pestañear.

Marguerite se permitió un suspiro de alivio, pero Valois la detuvo.

—Aún no habéis ganado, Duquesa. Habéis encendido la mecha. Ahora volved a casa. El Duque Armand debe ser visto yendo al Consejo. No como un conspirador, sino como un ministro confundido que acaba de ser alertado por su esposa de un posible error administrativo. Vuestra defensa es vuestra lealtad recién encontrada. Vuestro esposo es vuestro escudo.

Marguerite asintió. La intriga se había transformado en un drama de lealtad.

—Y la túnica gris, Madame —dijo Marguerite, recordando su disciplina—. ¿Será mi castigo la clave de nuestra victoria?

Madame de Valois sonrió con un brillo glacial.

—La Duquesa que sacrifica su honor por un amante es una debilidad. La Duquesa que sacrifica su cuerpo por la disciplina de su esposo es una fortaleza inexpugnable. Vuestra penitencia es vuestra mejor coartada, Marguerite. Id y presentad a vuestro esposo como el hombre que, aunque traicionado, aún es lo bastante magnánimo como para luchar por el Rey.

La Duquesa de Beauvillon salió de la cueva de terciopelo. La guerra había comenzado en el corazón de la Corona, y ella era, irónicamente, la mensajera de la verdad, impulsada por el miedo a la tiranía y la lealtad sellada en el sótano.

El Triunfo de la Duquesa y la Revelación Final

La carta de Madame de Valois fue una flecha envenenada que impactó en el corazón del Consejo de Regencia. El Duque de Orléans, espoleado por la humillación y el miedo, se levantó en la reunión y expuso las pruebas de la malversación de fondos del Tesorero, acusando directamente al Príncipe de Condé de conspiración para la Regencia ilegítima. El caos estalló.

Armand, actuando con la confusión que Marguerite había instruido, se presentó como un administrador leal pero engañado, "descubriendo" las pruebas gracias a la "perspicacia" de su devota esposa. La Duquesa, por su parte, se mantuvo en un discreto segundo plano, su rostro sereno, el carmesí de su vestido de gala ahora reemplazado por un severo traje de seda oscura, el uniforme de la lealtad recuperada.

El Mariscal de Sevigné, viendo cómo Condé se desmoronaba, se posicionó rápidamente del lado de Orléans, ofreciendo el apoyo de sus ejércitos para "proteger la Corona de los traidores". La jugada de Marguerite había sido maestra: había usado la ambición del Mariscal contra Condé, sin darle a Sevigné la oportunidad de tomar el control.

En pocos días, el Príncipe de Condé fue arrestado bajo cargos de alta traición. El Duque de Orléans asumió la Regencia, y Armand, habiendo sido "redimido" por la lealtad de su esposa, mantuvo su puesto y ganó la confianza de la nueva administración. La Duquesa de Beauvillon, la estratega del satén azul, había ganado su guerra política. Su casa estaba segura, su hermano ascendía, y ella misma se había convertido en la confidente silenciosa de la Regencia.

El Precio del Castigo

La noche del triunfo, Marguerite regresó al palacio con Armand. La tensión de la conspiración se había disuelto en la euforia de la victoria. Armand, aliviado y agradecido, la llevó directamente al sótano.

—Habéis salvado mi honor y mi vida, Duquesa —dijo Armand, su voz más suave de lo habitual—. La disciplina ha forjado una lealtad inquebrantable. Hoy, sois mi esposa y mi heroína.

Marguerite se despojó de su ropa en silencio, la túnica gris esperaba. El hombre enmascarado ya estaba allí, de pie en las sombras, sosteniendo el látigo. En ese momento, la humillación de la disciplina se sentía diferente; era el precio de su victoria, la moneda de su poder.

Armand le entregó el látigo al hombre enmascarado.

—No, mi señor —dijo Marguerite, con una voz extrañamente firme—. Hoy, la victoria es nuestra. Permitidme, por primera vez, ver la cara de quien imparte vuestra justicia. Me he ganado ese derecho.

Armand dudó por un momento. Luego, asintió, orgulloso de la audacia de su esposa.

—Desvela tu rostro —ordenó Armand al hombre enmascarado.

El hombre de negro se llevó lentamente la mano al antifaz de terciopelo.

El Golpe Fatal a la Seducción

Cuando el antifaz cayó, Marguerite sintió que el frío de la piedra se le clavaba en el pecho. Sus ojos se fijaron en el rostro que se reveló.

No era un sirviente. No era un mercenario.

Era el Príncipe de Condé.

Sus ojos, llenos de un odio gélido y de una furia contenida, se clavaron en los de Marguerite. La boca, que había pronunciado las acusaciones más graves contra la Corona, ahora estaba apretada en una línea fina de resentimiento.

Marguerite sintió que el aire abandonaba sus pulmones. El hombre al que acababa de derrocar, el traidor, el aspirante a regente, era el mismo que la había azotado en la oscuridad del sótano, el hombre que ella había seducido con su falsa sumisión para desviar la atención de su esposo.

Armand, ciego a la verdadera identidad del verdugo, se reía.

—¡Es vuestro primo, el jardinero, mi Duquesa! ¡Un hombre de confianza que sabe guardar secretos! Él nunca os traicionaría.

Pero Marguerite sabía la verdad. El Príncipe de Condé, bajo el velo de un simple jardinero, se había infiltrado en la casa de Beauvillon mucho antes de la conspiración política. Había usado la humillación de Marguerite como una forma de control y de espionaje, mientras ella, en su audacia, lo había usado a él para fortalecer su relación con Armand.

La ironía era tan cruel como un golpe de látigo. Había ganado en la política, había asegurado su posición y la de su esposo. Pero en la seducción, había perdido catastróficamente. El objeto de su castigo no era un siervo leal, sino el hombre al que había traicionado, quien había presenciado su desnudez y su sumisión.

El Príncipe de Condé sonrió, una sonrisa tan gélida como la de la propia Marguerite. Levantó el látigo, no ya como un siervo, sino como un juez. Su mirada le decía a Marguerite: "Has ganado la corona, pero yo poseo tu secreto más profundo. Y la venganza, Duquesa, es un plato que se sirve frío, y con muchos latigazos."

Marguerite se dio cuenta de que su victoria política era frágil. Había despojado a Condé de su poder, pero él la había despojado a ella de su privacidad y su orgullo. La guerra política había terminado. La guerra personal, en las sombras de su propio sótano, acababa de comenzar.







Comentarios

Obtuvo 0 de 5 estrellas.
Aún no hay calificaciones

Agrega una calificación

Your content has been submitted

bottom of page